En ocasión de los cien años del nacimiento del excelso maestro uruguayo, tomamos licencia para recordar algo más que la prosa entreverada y la estética derrotista de su trabajo, en un homenaje que es tanto para Onetti como lo es para su tiempo.

María Pérez Branger, 1967. Foto: revistaronda.net
Corría el año ’67. Las noticias internacionales eran dominadas por los estragos causados por la Guerra de los Seis Días y por la nueva ofensiva estadounidense en Vietnam. En Nueva York, el Comité Especial de Decolonización de las Naciones Unidas atendía con especial interés el caso de Anguilla, una insignificante isla caribeña de 6.000 habitantes que se había rebelado contra el estado autónomo que formaba con San Cristóbal y Nieves, para volver a atar lazos coloniales con la corona del Reino Unido. El hombre aún soñaba con llegar a la luna, aunque Laika había dado el gran salto hacía diez años. Dustin Hoffman era El graduado; los Beatles recitaban en vivo por televisión “All You Need Is Love”; Aretha Franklin pedía respeto; Jim Morrison buscaba quien encendiera su fuego y los Moody Blues pasaban noches en blanco satén. Tito Rodríguez, de vuelta en Nueva York, producía su disco En la oscuridad; Celia Cruz se había unido a Tito Puente en una dupla que habría de ser menos exitosa de lo que se pensaba, y, en Venezuela, la Billos no contaba ya con José Luis Rodríguez. Mariela Pérez Branger, representante de Venezuela, lloraba en la pasarela, al ser seleccionada Primera Finalista del Miss Universo en Miami Beach.
El Presidente de la República era Raúl Leoni, aunque ya se perfilaba la pelea electoral del ’68 entre Gonzalo Barrios y Rafael Caldera. El gobierno de amplia base era menos tenso que el de Betancourt, principalmente porque la guerrilla venezolana, románticamente, había optado por copiar el modelo cubano y se había desplazado al campo, sin considerar la demografía propia del país, la cual hacía prácticamente imposible conseguir la victoria con esta estrategia. Sería un error fatal, reconocido años más tarde por Guillermo García Ponce. Por su parte, el propio Leoni había ordenado la creación del Premio Internacional de Novela Rómulo Gallegos hacía ya tres años, cuya primera entrega habría de hacerse el 2 agosto (fecha del nacimiento de Rómulo Gallegos) de 1967. Además, este acto haría las veces de apertura de la segunda sesión del Congreso del Instituto Internacional de Literatura Iberoamericana, a celebrarse en Caracas por las próximas dos semanas.
Onetti volvería a su hábito de quedar segundo en todo premio en el que concursaba, cuando su Juntacadaveres se viera vencido por La casa verde. En Mario Vargas Llosa recayó, entonces, la considerable dotación de cien mil bolívares y aquella medalla de oro que conmemoraba el asunto. Sin embargo, sea cual sea el punto que se considere como comienzo del boom, bien la publicación de Hijo de hombre de Augusto Roa Bastos (1960), La ciudad y los perros de Vargas Llosa (1962) o Rayuela de Cortázar (1963), lo cierto es que el fenómeno estaba ya bien encaminado, y con él también lo estaba la reputación del propio Onetti como punto de referencia ineludible dentro de la novelística latinoamericana.
Precisamente ese, la novela latinoamericana contemporánea, era el tema del Congreso que tenía lugar en Caracas en aquellos días. Una Caracas que celebraba el aniversario de su segunda y definitiva fundación por Diego de Losada cuatrocientos años antes. Desafortunadamente, la naturaleza decidió unirse a la fiesta de la misma manera que lo hiciera cuando Bolívar y sus secuaces declararan aquella primera República – con un recio terremoto. La escala de Richter lo colocó en 6,5 grados; para el caraqueño de la época aquello era el equivalente a un monumental cataclismo. El epicentro del sismo fue detectado en el litoral central, entre Caraballeda y Naiguatá, pero el daño más dramático ocurrió hacia el este de una ciudad cuyo centro urbano se había desplazado desde hacía tanto tiempo que la expresión “República del Este” no resultaba ya ni extraña, ni molesta. Altamira y Los Palos Grandes quedaron sepultados bajo el llanto y los escombros; al menos 236 personas perdieron la vida y decenas de miles se convirtieron instantáneamente en indigentes. De la noche a la mañana aquella república se había convertido en un campamento de gitanos, demasiado aterrorizados todos para volver a pisar aquellos edificios de ocho, diez, doce pisos, similares a los que acababan de desplomarse. Es este el contexto en el que se debe entender la declaración que diera el propio Onetti a los pocos días de arribar al país: “He tenido dificultades para dormir desde el primer día que llegué a Caracas; respecto al terremoto, me enteré en el aeropuerto cuando llegué, esto me ha quebrantado el espíritu”.
Tal vez fuera este quebranto el que caracterizara el temperamento del Onetti que por dos generaciones ha pasado de boca en boca en la contertulia venezolana, la cual lo ubica en la Sabana Grande de antaño, aquella que hoy día, para quien no lo vivió, pareciera un sueño. Allí, en una Solano idílica, entre un Camilos enterrado en el pasado, un Vecchio Mulino que seguramente no era tan viejo, y el restaurante de Franco de Andreis, ya sin el samán que anteriormente le diera su nombre al L’Alberone de Mimmo, en aquella misteriosa esquina Los Jabillos que llegó a conocerse como “el triángulo de las Bermudas”, allí encontramos a un Onetti triste y, todo hay que decirlo, embriagado, cantando tangos y admirando la belleza de la mujer venezolana. Elementos, tal vez más representativos del acerbo cultural criollo que de la personalidad del escritor uruguayo.
Lo cierto es que a pesar de la hipérbole y del mito urbano, la anécdota sirve, para recordar que Caracas alguna vez se encontró, si bien no en el centro de la esfera literario-cultural de la América Latina, al menos sí algo más cerca de él que de las márgenes del oscurantismo. Las cosas aún habrían de mejorar para la ciudad, antes de ponerse peor. A Onetti el destino también habría de depararle un futuro con sus altos y bajos – con sus encontronazos con las autoridades dictatoriales del gobierno de Bordaberry, que conllevarían a su encierro en calidad de prisionero por seis meses en una institución psiquiátrica y, eventualmente, a su exilio de la Montevideo de sus sueños; pero también con su reivindicación moral e intelectual que en España, su hogar adoptado, terminarían por merecerle el máximo galardón literario en la lengua castellana: el Premio Miguel de Cervantes.
Brindemos, pues, por aquel Onetti – y por la nostalgia.
PUBLICADO EN R.E. LECTURA EN EL MES DE OCTUBRE, 2009.
PERFIL DE ONETTI (INGLÉS).