En un ensayo titulado “De lo real maravilloso americano”, publicado originalmente en 1967, Carpentier esboza una breve explicación acerca del concepto y la estética que, a partir de su visita a Haití en 1943, regulan gran parte de su obra:[1]
Vi la posibilidad de establecer ciertos sincronismos posibles, americanos, recurrentes, por encima del tiempo, relacionando esto con aquello, el ayer con el presente. Vi la posibilidad de traer ciertas verdades europeas a las latitudes, que son nuestras actuando a contrapelo de quienes, viajando contra la trayectoria del sol, quisieron llevar verdades nuestras a donde, hace todavía treinta años, no había capacidad de entendimiento ni de medida para verlas en su justa dimensión.
Aunque el escritor cubano continuaría expandiendo su corpus literario y la magnitud de su legado por otros diez años, el núcleo de su obra más madura, desde El reino de este mundo (1949) hasta El siglo de las luces (1962), ya había sido construido en base a las consideraciones que hace explícitas en los ensayos incluídos en la colección Tientos y diferencias (1967). Aún cuarenta años más tarde sería azaroso aventurarse a afirmar categóricamente que la capacidad de entendimiento, o inclusive de medida, del Viejo Mundo se ha adaptado a las verdades americanas. Sin lugar a dudas, en el mundo de la crítica anglo-sajona lo real maravilloso, americano o no, continúa suscitando los comentarios más descabellados, provocando reacciones extremas en su favor y en su contra, y, en definitiva, evocando más sospecha que admiración en el lector o crítico moderado. Sin embargo, más allá de lo que Carpentier opinara acerca del establecimiento literario, y de lo que éste haga con la figura de aquel, existen ciertas tendencias recurrentes en su obra, particularmente en los textos escritos durante el período señalado, que la convierten en punto de referencia ineludible dentro de la narrativa caribeña y latinoamericana.
En particular son dos los aspectos que quisiera abarcar en las próximas líneas: la manipulación del tiempo durante el cual transcurren los hechos narrados; y la confluencia de influencias eurocéntricas y americanas dentro de un mismo espacio narrativo. La combinación de estos dos elementos acarrea consecuencias directas para la realidad de las historias que relata Carpentier, de manera que los hechos que en ellas se suceden se convierten en circunstancias únicas e irrepetibles de un mundo que, a pesar de contener importantes similitudes con el real, se vislumbra como fundamentalmente diferente al que conocemos.
Mucho se ha discutido la importancia del elemento histórico dentro de la novelística de Carpentier, llegándose a considerar El siglo de las luces, e inclusive El reino de este mundo como novelas históricas. No quisiera entrar en una discusión de apelativos, sin embargo, la única manera en que cualquiera de estas dos novelas puede considerarse histórica es si por ello se entiende que sus respectivas acciones se encuentran inscritas dentro de un discurso cronológico que corresponde con sucesos ocurridos en el mundo real. Es decir, que en efecto Víctor Hugues pasó por La Rochelle, Guadalupe y Cayena cuando así se indica en El siglo de las luces, o que Henri Christophe se suicidó el día que lo hizo en El reino de este mundo. Sin embargo, como documento de instrucción para afianzar nuestro conocimiento acerca de la Revolución Francesa, la Revolución de Haití o las sociedades que promovieron tales revuelos, las novelas de Carpentier son tan útiles como lo son las obras históricas de Shakespeare para reforzar nuestro entendimiento acerca de la Guerra de los Cien Años, o la Guerra de las Rosas.
En el prólogo de El reino de este mundo Carpentier afirma que “lo maravilloso comienza a serlo de manera inequívoca cuando surge de una inesperada alteración de la realidad (el milagro)”.[2] Por lo tanto, “la sensación de lo maravilloso presupone una fe”, sin la cual lo maravilloso se convierte simplemente en “una artimaña literaria… aburrida”.[3] Es esta la visión de mundo que domina este texto, y que, salvando las diferencias, continúa dominando la ficción de Carpentier hasta la producción de El siglo de las luces.
Así pues, los esclavos de Saint-Domingue en las haciendas de sus señores creían sin dudarlo por un instante en la capacidad metamórfica del líder cimarrón Mackandal, cuando[4]
Es esta fe la que propicia que los hechos se narren de la manera que lo hace Carpentier, buscando conseguir la perspectiva oculta y oscurantista del esclavo que efectivamente cree que Mackandal “hecho un houngán del rito Radá, investido de poderes extraordinarios por varias caídas en posesión de dioses mayores, era el Señor del Veneno.”[5]
Es esta precisamente la perspectiva de Ti Noel, personaje que sirve de hilo conductor a lo largo de los diversos destinos que el tiempo les depara a los esclavos de Haití. Escudado por este punto de vista inusual, Capentier se da a la tarea de transfigurar el milagro tradicional, y versionarlo al estilo americano. Así pues, Madame Lenormand de Mezy, esposa del dueño de Ti Noel, se ve vencida por la amenaza del veneno y “con prisa involuntaria por ocupar la última fosa que quedaba en el cementerio… falleció el domingo de Pentecostés, poco después de probar una naranja particularmente hermosa que una rama, demasiado complaciente, había puesto al alcance de sus manos.”[6] Al calcar el milagro cimarrón sobre la estructura del mito edénico judeo-cristiano, Carpentier facilita en el lector la capacidad de empatía que este pueda sentir por el esclavo creyente. Al mismo tiempo, la adaptación de roles, personajes y, en última instancia, naturalezas (el trueque de naranjas por manzanas), hace que el mito, aunque reconocible, se convierta en otro: un mito adaptado a las latitudes del Nuevo Mundo, en el que nada es completamente igual, ni completamente diferente.
La confusión de roles, la tensión entre arquetipos eurocéntricos y su entorno americano y la fluidez del intercambio que entre ellos se produce crea en la ficción de Carpentier una realidad alterna, propia del Nuevo Mundo que, en vista de su bagaje cultural no puede ser original, y que, sin embargo, comparada a la realidad europea se vislumbra como un mundo bizarro. Así pues, dentro del misterioso mundo de rituales paganos (Radá), los nombres utilizados para identificar a los delegados de la ceremonia no son otros que los de sus amos (con todo su abolengo colonial, con toda su implicación dominante), ya que los participantes “no tenían más apellidos”.[7] La carencia de nomenclatura es sólo una instancia más de un mundo en el que la comunicación entre blancos y negros es prácticamente inexistente, “pues los esclavos no entendían de letras”, y “¿Qué sabían los blancos de cosas de negros?”[8]
La iniciativa de Carpentier por crear una realidad alternativa es tan deliberada, que en el momento más extremo, cuando Mackandal es hecho prisionero y condenado a la hoguera, el narrador nos ofrece el codiciado milagro, seguido por una explicación realista de la manera en que tal milagro pudo lograrse. Toda la marabunta de esclavos confiaba en que “En el momento decisivo, las ataduras del mandinga, privadas de un cuerpo que atar, dibujarían por un segundo el contorno de un hombre de aire, antes de resbalar a lo largo del poste. Y Mackandal, transformado en mosquito zumbón, iría a posarse en el mismo tricornio del jefe de las tropas, para gozar del desconcierto de los blancos.” En efecto, Mackandal logra desasirse del poste en llamas, “y el cuerpo del negro se espigó en el aire, volando por sobre las cabezas, antes de hundirse en ondas negras de la masa de esclavos.” El episodio concluye cuando Mackandal es apresado nuevamente por diez soldados que lo meten de cabeza en el fuego. Sin embargo, “a tanto llegó el estrépito y la grita y la turbamulta, que muy pocos vieron… que una llama crecida por el pelo encendido ahogaba su último grito.” Por lo tanto, en el mundo de Ti Noel, “Mackandal había cumplido su promesa, permaneciendo en el reino de este mundo.” Con un gesto pícaro, Carpentier nos permite dar un vistazo a la realidad real, sólo para descartarla unas líneas más tarde.[9]
Y sin embargo, la realidad alternativa es tan apremiante, tan trágica, como la del mundo extra-literario. En la constante inversión de roles que se vive a lo largo de El reino de este mundo, Paulina Bonaparte, esposa del general Leclerc, jefe del destacamento francés encargado de mantener el control de la colonia, se ve seducida por la sabia mano de su sirviente Solimán, cuyos ensalmos “revolvían en ella un fondo de vieja sangre corsa, más cercano de la viviente cosmogonía del negro, que de las mentiras del Directorio.”[10] En tanto, un poco más tarde, Henri Christophe, quien en algún momento fuera cocinero, se apodera de la recién creada nación negra, manda a imprimir su propia moneda de cambio, adopta un lema ostentoso (“Dios, mi causa y mi espada”), se pronuncia rey de Haití y somete a la población en general, incluyendo al viejo Ti Noel, a trabajos forzados para edificar la monumental ciudadela de La Ferriere:[11]
El esclavo liberto se había convertido en rey esclavizante, mientras la dueña y señora de la colonia regresaba a la París de antes como amante de su sirviente. Y, sin embargo, el sufrimiento y la frustración del pueblo seguían igual. Como igual seguía, también, su fe en el milagro, aquella fe que había declarado el triunfo de Mackandal, y que ahora hacía tronar “los tambores Radás, los tambores Congós, los tambores Bouckman, los tambores de los Grandes Pactos, los Tambores todos de Vodú” buscando emanciparse de la nueva tiranía.
En El reino de este mundo, el destino de Henri Christophe, muerto de una bala de plata disparada por su propia mano, es tan trágico como en la realidad, sin embargo, su gobierno es reemplazado por una nueva aristocracia aún más insufrible que la anterior. Ti Noel llega a “desesperarse ante ese inacabable renacer de cadenas, esa proliferación de miseria que los más resignados acababan por aceptar como muestra de la inutilidad de toda rebeldía.”[12] Recurre entonces Ti Noel a licantropías azarosas, similares a las que viviera Mackandal años antes, y se convierte así el negro en ave, en avispa, en hormiga, en ganso, hasta que finalmente reconoce su cobardía al dejar de ser hombre y en un instante de lucidez comprende que[13]
Por lo tanto, la fe a la que se refiere Carpentier en el prólogo de El reino de este mundo aduce a una esperanza por presenciar el milagro terrenal, asistido por espíritus, divinidades, voluntades, pero siempre válido (antes y después de la muerte) en el plano terrestre.
En efecto, es El siglo de las luces una novela en la que la imagen desempeña un rol importante, no tan sólo porque trece de sus capítulos abren con el título de uno de los grabados de la colección Los desastres de la guerra de Goya , evocando inmediatamente en el lector una predisposición notable ante el texto. El milagro, por otra parte, pierde el protagonismo que gozaba en El reino de este mundo, en parte porque una buena proporción de la acción se ve determinada de manera dominante por un mundo que no es el americano, pero principalmente porque, como el Directorio Revolucionario, Carpentier prescinde de todo referente religioso en la obra. Aún así, la fe continúa desempeñando un papel fundamental en la trama de la novela: fe en el Hombre y su Razón, más que en los dioses y sus designios, pero fe al fin. Y por sobre todo, fe que, como en la confusión de roles de El reino de este mundo, se ve devastada por el hecho de que aquel Hombre sobre quien se ha depositado tanta ilusión, no traiga consigo más que “una tiranía peor que todas las conocidas.”[14]
Es precisamente este el plano en el que se desenvuelve Esteban, uno de los tres jóvenes burgueses cubanos que protagonizan El siglo de las luces. Al igual que Ti Noel, Esteban se ve dominado por una fe ciega, ya no en los poderes de un Mackandal, o del vodú, sino en los principios de la Revolución Francesa, una vez que ellos le son profesados por el locuaz Víctor Hugues. En tanto, su prima, Sofía, habita una “zona intermedia, situada a unos diez palmos del suelo”. No es casualidad que sean estos dos los personajes que, enfrentados a una situación desesperada, apuesten por el milagro y se enfrenten, prácticamente sin armas, a las tropas napoleónicas invasoras de Madrid. Sofía, alegoría de la Libertad “con un hombro en claro y un acero en alto” (p 394) desaparece, cerrando así con una imagen obviamente cargada de simbolismo una novela que comienza con otra alegoría igualmente significativa: la de Víctor Hugues llegando al mando de las tropas Revolucionarias a la isla de Guadalupe, a la cual portaba la primera (y única) guillotina del Nuevo Mundo.
Pero si bien Carpentier pone menos énfasis en la creación de un espacio autóctono, diferente de cualquier otro en la estructura de El siglo de las luces, sí que insiste en la construcción de una temporalidad artificial que se ajusta a sus necesidades a medida que el relato avanza. Así pues, las gentes de la Cuba colonial “estaban como dormidos, inertes, viviendo en un mundo intemporal, suspenso entre el tabaco y el azúcar.”[15] Como detenida también parece la vida de los tres jóvenes, quienes, sumidos en un luto poco dolido, se encuentran suspendidos “entre un ayer y un mañana”.[16] Ante la dicha del reencuentro de Sofía con Víctor Hugues, el amor de su vida, ellos se ven “situados fuera del tiempo, acortando o dilatando la horas”.[17] Esto a pesar de que ha llegado a su final “un Siglo de las Luces que parecía haber durado más de trescientos años.”[18] Pero para Sofía y Víctor Hugues “los años habían transcurrido, sin marcas, sin remover, entre Epifanías sin Reyes y Navidades sin sentido”.[19] Hasta que Sofía se da cuenta que la Revolución, el Directorio, el Consulado han convertido a Víctor Hugues en un monstruo abominable que ha descartado los ideales de su juventud. Entonces, siguiendo la máxima de “una revolución no se razona: se hace” (p. 353) que en algún momento Víctor Hugues ha utilizado para defender sus acciones, Sofía abandona a su amado por siempre y emprende el camino que la llevará a buscar aquel milagro, años más tarde, en medio del levantamiento del pueblo de Madrid, cuando, frente a un seguro ventanal, increpa a su primo Esteban a hacer “algo”.[20]
A pesar del meticuloso cuidado que tiene Carpentier en abarrotar El siglo de las luces con datos cronológicos, personajes históricos, navíos originales y demás, el mundo propio de la novela es uno que le permite a los protagonistas salir “de una temporalidad desaforada para inscribirse en lo inmutable y eterno.”[21] En este sentido, las exploraciones más intrépidas llevadas a cabo en la colección de cuentos Guerra de tiempo han sido asumidas por el autor, incorporándolas al texto de manera casi desapercibida. Frases como “tiempo detenido, de mañana igual a ayer” se repiten, por ejemplo en El siglo de las luces y en “El Camino de Santiago”. Igualmente, imágenes como la del joven Esteban explorando con sigilo las avenidas menos respetables de La Habana, hasta finalmente encontrar el valor para abordar a la prostituta escogida para desahogar el peso de la castidad evocan episodios similares en cuentos previos, como “Viaje a la semilla”, donde Marcial, en su recorrido vital de futuro a pasado, “Cayó por última vez en las sábanas del infierno, renunciando para siempre a sus rodeos por calles poco concurridas, a sus cobardías de última hora que le hacían regresar con rabia a su casa, luego de dejar a sus espaldas cierta acera rajada, señal, cuando andaba con la vista baja, de la media vuelta que debía darse para hallar el umbral de los perfumes.”
La manipulación del tiempo lleva a estos dos relatos a coquetear con la genialidad. Particularmente en “El Camino de Santiago” Carpentier logra con un fino artificio enlazar ambos extremos de una misma historia que se vuelca ingeniosamente en un ciclo interminable. A pesar de que en “El Camino de Santiago” también puede encontrarse cierta rigurosidad historicista, la realidad que concierne al relato obedece a su estructura cíclica, de la misma manera que la realidad literaria de “Viaje a la semilla” contiene formas temporales contradictorias en las que diferentes personajes viven el tiempo de maneras diferentes. Sin embargo, “Viaje a la semilla” no es un relato a la inversa: es más bien un relato que en su transcurrir (hacia delante) revela una realidad incompatible con la del lector. Esto, precisamente, es lo que Carpentier logra en El reino de este mundo y, de manera más sutil, en El siglo de las luces a través de la construcción de ámbitos temporales únicos y de espacios inexistentes, donde, de alguna manera, suceden hechos paralelos a la historia extra-literaria, aunque siempre con un toque de magia y fantasía.
PUBLICADO EN LA EDICIÓN DE NOVIEMBRE DE R.E. LECTURA.
VERSIÓN ABREVIADA EN INGLÉS PUBLICADA POR EL SUPLEMENTO SABATINO DEL DAILY HERALD DE SINT MAARTEN EL 3 DE OCTUBRE DE 2009.