Epitalamio

¡Pam! El impacto del anticuado cronómetro de vidrio macizo contra la sucia superficie de madera del largo mesón decreta estruendosamente el inicio de una nueva ronda. Ocho días de festejos se veían reducidos a este pulso etílico. La afición enardecida se agrupa, perniciosa, de lado y lado de la mesa, montando apuesta nueva sobre apuesta vieja, aumentando los decibeles que atormentan el interior de la tasca con cada minuto que pasa, llenándose la boca de ron o aguardiente que luego escapa incauto de los labios torpes que proclaman con orgullo la “calidad extraordinaria” de este, el único torneo del mundo en el que competidores y espectadores comparten un mismo espacio, una misma actividad.

 

El fino embudo doble, sellado en su envase de vidrio, deja colar con paciencia racional un solo grano de arena a la vez, produciendo una delgada línea de tiempo, innumerable pero finito. El susurro de grano sobre grano hace ya rato que se ha perdido en la algarabía de sombras ebrias y profanas, haciendo del tiempo contabilizado, tiempo mudo. Es este el único bolsillo de silencio que puede escucharse hoy en La Tasca de Vadier, donde Trismegisto Sánchez se enfrenta en duelo a empinaduras a Genaro Espinoza. Todos saben que, a pesar de las fiestas en honor al compromiso entre Torcuato López y Eugenia Avril Trejo, no hay nada de cordial en esta justa, en la que ambos se juegan su honor de buen borracho a costa del entretenimiento popular.

 

Todo había empezado en la otra tasca, Las Antillas, cuando a la salida Genaro había soltado un comentario inocuo y una carcajada desafiante en dirección de Trismegisto, quien había dejado un fondito de ron blanco en su vaso antes de partir. Trismegisto sostenía que no había sido ron, sino un escupitajo que había soltado en el recipiente, y no en el suelo del lugar, por respeto a su dueño, un influyente exiliado de quién sabe dónde que llevaba por nombre Don Tristán Calero.

 

Trismegisto era capataz de la hacienda de los Trejo. Secretamente, él siempre había estado enamorado de Doña Eugenia (a quien él se refería simplemente por Avril). Ahora, un pobre campesino de la hacienda de los López, el heredero de la cual se atrevía a arrebatarle a su señora y a llevarse con ella la esperanza silente que guardaba en su pecho, lo insultaba con su insulsa risa y su afrenta implícita. En la próxima tasca nos caemos a aguardientes y de allí no salimos hasta que uno de los dos caiga inconsciente. Esto había ocurrido hacía tanto tiempo que la octavita del anuncio del matrimonio ya venía a convertirse en novenario. Pocos de los que habían entrado en La Tasca de Vadier con Genaro y Trismegisto quedaban despiertos. Después de la quinta botella de aguardiente, y a falta de cualquier indicio de abatimiento, en el lugar sobrevino un pavor por que faltara alcohol para poder poner fin definitivo al duelo. Aquel rumor no tardó en llegar a los oídos de Vadier Terencio, el dueño del lugar. ¡Que no se amaine el paso, que esta tasca está bien dotada! Vadier Terencio había prometido que si el conflicto acababa indeciso después de ingerirse las doce botellas de aguardiente que tenía en su inventario, entonces él mismo aportaría –libre de todo costo– el anís que fuese necesario para dilucidar el vencedor. Apenas se oyó el anuncio de Vadier Terencio, las apuestas, que habían cedido un poco a causa de la angustia producida por la posible escasez de bebida, se reanudaron de inmediato con renovada astucia.

 

Queda poca arena en el reloj y el vaso alto de Genaro aún está intacto. Trismegisto ya ha acabado el suyo y se dedica simplemente a mirar fijamente a los ojos a Genaro. Siete botellas apareadas en el centro de la mesa esperan una octava que devuelva la simetría al conjunto. Genaro bebe con certeza. Se pasa el buche agrio por los dientes, rebotándolo de izquierda a derecha, limpiando los restos de vómito que le quedaban en las encías. El último trago lo había regresado completico desde la boca del estómago, acompañado por un torrente de líquido que buscaba escapar su cuerpo por donde lo había penetrado. Genaro había logrado cerrar las compuertas de su laringe a tiempo, aplacando la revuelta antes de que fuera demasiado tarde. De cualquier manera, una pequeña porción (la líder) de aquel brebaje gástrico le había llenado la boca hasta los dientes de conejo. Nada había pasado más allá de sus labios pero el esfuerzo por ingerir lo que su estómago ya había comenzado a procesar lo había dejado agotado. El pequeño receso le había sentado bien pero ahora se encontraba con el precio que debía pagar por diez minutos de flaqueza.

 

La mirada de Trismegisto sigue impávida, solemne, sobre los ojos de Genaro. Su conato de vómito había pasado casi desapercibido, disfrazado de eructo reprimido. La afrenta ya olvidada, el odio en el gesto de Trismegisto (el cual crece con cada trago), obedece un ansia incontenible por renegar de su linaje y, tal Paris, apoderarse de su Elena y largarse a donde fuera –bien a Atenas, bien a Troya–, lejos de los demás López, de los demás Trejo. Pero Trismegisto sabe bien que aquello constituiría una traición y que, por aquellos confines del mundo, una traición es mucho más que un delito: es una deuda. Una deuda como la que su madre y, por herencia, él, tenían con Don Alemano Trejo, padre de Eugenia Avril pronto a ser de López (la mera idea de aquel nombre encaramado sobre las espaldas de la belleza de Eugenia Avril, escondiendo tras de sí la superioridad innata del Trejo, le revolcaba el estómago, haciéndole estallar la úlcera mal curada). Una deuda como la que, hoy mismo, Genaro había contraído con él. La frustración y la úlcera hacían, pues, que Trismegisto desbocara todo su rencor en aquel festín de aguardiente, ahogando el alcohol en una caldera de rabia que esfumaba el efecto intoxicante del elixir y que le llenaba la vista con un fulgor sulfuroso.

 

Un bicho camina lentamente sobre el pie descalzo de Trisgemisto. Sus múltiples extremidades laboran por penetrar la mugre arcillosa que recubre las piernas del capataz hasta encima de los tobillos. Trismegisto, extraviado en su ciega cólera, no se percata de la presencia del pequeño invasor. Su paso vacilante traza un rastro delator a lo ancho del pie de Trismegisto. La caída del tiempo sobre el montón de arena se hace más pronunciada. La concavidad en la capa que apenas logra recubrir la parte superior del doble embudo se hace progresivamente más ancha, más intensa. Juan, el zapatero, había sido decretado (por ser el más justo e ignorante hombre de aquel pueblo) árbitro del enfrentamiento. Juan se acerca a la mesa, contempla el reloj. Dirige la mirada hacia un lado, hacia el otro. Trismegisto sigue enfocado en el espacio entre las orejas de Genaro. El bicho se zafa de la maza que envuelve sus pies, camina apresurado sobre el suelo húmedo y polvoriento. Genaro bebe. El ardor permanece intacto en sus papilas gustativas, mientras viaja por su tracto alimenticio hasta llegar a su estómago. Generalmente, cuando Genaro bebía aguardiente, sentía un plácido y ligero retorcer en su tráquea, primero, luego a lo largo de la laringe, la faringe y, finalmente, en la boca del estómago. Sin embargo, esta vez el calor que siente con el paso del líquido lo atormenta: es el corrosivo empalme de la sal con una herida fresca; es el abrasivo dolor del yodo en carne viva; es la malicia de la hiel sobre llagas recién abiertas.

 

Bebe, Genaro. Conoces la penitencia por no beber en el tiempo reglamentario. Juan, de pie, sostiene el reloj de arena en sus manos. El bicho, arrastrándose por los suelos, se detiene al encontrar la delgada sandalia negra de Genaro. Juan increpa. Trismegisto permanece impávido. El bicho alza la mirada, abre y cierra las tenazas que le sirven de labios. Genaro eructa. Un dejo de sabor a sangre perfuma el aire. Bebe, Genaro. El último grano de arena cae. Genaro se levanta violentamente de la mesa, haciendo que su silla vuele detrás de él. El bullicio le pasa por encima, por los lados, por el frente a Trismegisto, sin perturbarlo. Vadier Terencio, más allá de la barra, abre la novena botella. Juan, con majestuosa destreza, gira el reloj entre los dedos de su mano derecha y de dispone a abalanzarlo contra el mesón al tiempo que Genaro, con un movimiento simétricamente opuesto, empina el codo y la cabeza, engullendo de un golpe todo el contenido de su vaso de aguardiente. ¡Pam!

 

Dos delgados hilos de sangre escapan de su boca y de su oído aplastado contra el suelo, revelando la magnitud del problema. Los ojos entreabiertos lloran una lágrima rosada. La retina nebulosa se ve invadida por un ocre vegetal. Trismegisto embucha un nuevo trago. Lo paladea, se deleita, lo consume sin prisa. Según se puede inferir por el nivel de arena caída en el embudo inferior, han transcurrido unos diez minutos desde el colapso de Genaro. Entre la confusión y el alboroto, se ha perdido el luto y el respeto por el muerto. Hubo inclusive quien apostara a este convirtiéndose en un duelo a muerte; sin embargo –tal era el curso de la discusión–, por no haber apuntado quién quedaría con vida, no había sido aquella una apuesta válida.

 

Trismegisto se levanta delicadamente de su silla y camina lentamente hacia el cadáver. A este le explotó el hígado. La palabra del capataz reinó en la tasca. Alzándose el pantalón por las agarraderas de los costados, dirige una mirada a su alrededor, reclutando a sus campesinos perdidos. Se voltea y camina hacia la puerta. ¡Aquí terminó esta parranda! Vadier Terencio, manda la cuenta a la finca de los López. Saliendo de la tasca, su pie derecho se topó con el cascarón, un poco henchido tras alimentarse de la sangre de Genaro, de un bicho de provincia. El crujir que delató la explosiva unión de su espalda con su vientre pasó tan desapercibido como el pastoso caminar de la suela escamada de Trismegisto sobre el jugo de sangre, entraña y veneno que rodeaba los restos de aquel insecto. 

 

 

CUENTICO PUBLICADO POR LETRALIA EL 1 DE ABRIL DE 2010.

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