Jamaica: Desarmando el mito

El primer cliché: Un comercial televisivo muestra playas desérticas, de prístina arena blanca con aguas turquesa, apenas disturbadas por el paso lento, pausado, de una rudimentaria barca de madera adornada con bandas de colores brillantes –amarillo con naranja y una franja roja. La escena cambia y ahora el monitor se ve inundado de todos los tonos de verde del mundo, inmersa la cámara en un denso bosque donde los helechos crecen por encima de todo, donde la tierra no es marrón, no es siquiera oscura, sino que brilla con un rojo arcilloso que resplandece, inclusive en la sombra. A lo lejos se abre un riachuelo que adquiere un cauce violento, que desemboca en unas cascadas impresionantes de dos caídas interrumpidas en medio por una roca escultural bañada por el rocío del agua. Del fondo del pozo, entre las dos cataratas, surge una mujer con un color de piel indescifrable, mezcla alcalina del rojo más profundo con el negro más opaco. Su cabello (inexplicablemente liso) se ciñe a su cráneo, mientras las gotas de agua dulce rodean el contorno de su exuberante figura –sus flamantes senos desbordando la parte más ajustada de un traje de baño de una pieza que no es diminuta, su cintura inexistente dibujando la dramática concavidad entre sus costillas y sus caderas, sus glúteos desafiando la manzana de Newton, elevándose en dirección contraria a la caída de su espalda ayudados por una postura tan sugestiva como, imagino, incómoda. La cámara se enfoca en su hermoso rostro, ligeramente maquillado, a pesar del agua que aún corre por sus mejillas. Sus enormes ojos negros miran fijamente al espectador mientras sus labios carnosos enuncian en un inglés tan autóctono como es el castellano que se habla en Canarias: “Jamaica –hay que verla para conocerla.”

La campaña publicitaria de la oficina de turismo de la nación caribeña alimenta, a la vez que explota, los más básicos lugares comunes que forman la (más positiva) impresión que se tiene del Caribe, a nivel general, en este lado del Atlántico. El hecho de que el slogan final pueda ser reemplazado por una frase que se ajuste, no a Jamaica, sino a Dominica, Martinica o Cuba, es indiferente para los operadores de una industria que a menudo se desentiende del “tipo” de audiencia a la que se dirige, buscando insistentemente apelar al mayor número de personas posibles. En este sentido, es curioso que esta anonimia del receptor se vea reflejada precisamente en el precario conocimiento que tiene el espectador en general acerca de la “personalidad” de cada una de las islas que conforman la heterogénea región comúnmente conocida como el Caribe. Me gustaría, por ejemplo, saber cuántos lectores pudieran listar en este momento diferencias puntuales entre Santa Lucía y San Bartolomé, por mencionar dos de las islas más famosas.

Confabulando anécdotas, me encuentro, otro día, o el mismo, da igual, bordeando las aceras de Brixton, aquel barrio del sur de Londres donde en los años ochenta ocurrieron aquellos deplorables disturbios que presagiaban las acciones que hoy en día parecen casi habituales en las periferias de las grandes ciudades francesas. Mientras en las inmediaciones de París arden llantas, autos y quién sabe qué otras cosas, Brixton se ha convertido en un vecindario alternativo, donde la confluencia de culturas dan paso a un ambiente liberal, peligroso y relajado a un mismo tiempo. Bordeaba, decía, las aceras de Brixton, uno de los pocos días soleados del año en Londres, cuando un desconocido antillano, de largas trenzas atadas en una malla que parecía un panal de abejas, me sorprendió con un alarido que consistía simplemente en la repetición monótona de la marca de cerveza nacional jamaiquina –Red Stripe– seguida por una única oferta de agua bien fría. Giré mis ojos en su dirección, más por la sorpresa que por las ansias de beber. Nuestras miradas se cruzaron, él me preguntó con un gesto si quería algo y, ante mi negativa un poco agazapada, agregó: “si quieres algo más fuerte, también te lo consigo.” Cliché número dos.

Podríamos seguir, pero no tiene sentido. No tiene sentido, principalmente, porque más allá del cliché, los sucesos que ocurrieron en la margen occidental de Kingston, Jamaica, hace apenas unas semanas, han desestimado más allá de cualquier espejismo la imagen que a través de fantasías propias y ajenas ha tratado de galvanizar el gobierno de la isla-estado por varias décadas. El mismo tiempo, curiosamente, que tiene en pie la urbanización de concreto conocida con el pintoresco nombre de Jardines de Tívoli. Construida en los años sesenta como parte de un plan urbanístico para proveer viviendas de bajo costo en la ciudad, esta zona ha crecido a su propio ritmo, alienando a su población y perpetuando un ciclo de crimen y pobreza que no parece tener solución. Los Jardines de Tívoli son la puesta en escena de un estado fallido, donde el gobierno de Jamaica no es tan sólo incapaz de poner orden y de salvaguardar a sus habitantes, sino que, trágicamente, tampoco demuestra voluntad alguna por hacerlo.

Al estilo de la más densa camorra italiana, los Jardines de Tívoli son dominados por una pandilla de desadaptados (los “Shower Posse”) que han conseguido su nombre en base a la lluvia de balas que caracterizan sus ataques clandestinos. Por algún siniestro motivo que aún no sale a la luz, y posiblemente nunca lo haga, el gobierno de los Estados Unidos ha puesto el ojo en un tal Christopher “Dudus” Coke, a quien consideran el líder de los “Shower Posse”, una pandilla a la que describen como un núcleo de crimen organizado, especializado en el contrabando de marihuana y crack, envuelto en el lavado de dólares a nivel internacional y responsable de asesinatos a lo largo del Caribe y en los Estados Unidos. La historia de “Dudus” es calamitosa: su padre fue líder de la pandilla hasta su asesinato. A sus 41 años de edad también ha visto morir de bala a dos de sus hermanos y una de sus hermanas. Sin embargo, dentro de la comunidad de Tívoli su figura es respetada a un punto que bordea la veneración. La ironía, que siempre está presente en asuntos de esta talla, es que el Primer Ministro de Jamaica, Bruce Golding, quien por meses había resistido la presión estadounidense por deportar a “Dudus” Coke antes de dar un cambio radical en su postura y anunciar a principios de mayo que apoyaría tal extradición, es miembro representante de la Asamblea Nacional por parte de la comunidad de, por supuesto, Tívoli.

Desde afuera, es difícil saber si “Dudus” Coke es el don de una sofisticada multinacional del crimen organizado, quien desde su asiento en alguno de los oscuros apartamentos de un bloque urbanístico de los sesenta en Kingston decide quién vivirá y quién morirá en Atlanta o Miami, o si es un hombre honesto, trabajador, dedicado a su comunidad –un pilar de una población olvidada, de la que sólo él se importa y, por lo tanto, protege. Lo más probable es que la realidad caiga en un punto medio entre estas dos mitificaciones de Christopher Coke. Lo cierto es que, cuando Bruce Golding dio la orden a los cuerpos policiales de la ciudad de adentrarse en la zona sin ley que es su propio distrito electoral, la campanada sonó para que los hechos de 2001, en los que 25 personas resultaron muertas en el mismo vecindario tras una redada policial de varios días en busca de armas, volvieran a repetirse. Digo volvieran, porque esto parece ser ya lo usual –en 1997 hubo otro encontronazo, este más pequeño, entre gobierno y estado dentro del estado; luego vino 2001; ahora ha venido 2010… y así vamos.

Según agencias de noticia internacionales los enfrentamientos vividos hacia finales de mayo en los Jardines de Tívoli y sus alrededores produjeron cerca de 80 fatalidades. En Jamaica, los números que se manejan son casi dos veces mayores. Lo más probable es que ambas estimaciones sean especulativas. Igualmente, hasta 500 personas fueron arrestadas en la búsqueda por “Dudus” Coke, la cual finalmente llegó a su fin en la tarde del Martes 22 de junio, tras casi un mes de desvaríos. En tanto, el estado de emergencia declarado por el gobierno jamaiquino ha significado que los residentes de los Jardines de Tívoli viven prácticamente en una zona sitiada, de la cual nadie puede entrar ni salir –ni siquiera los medios de comunicación. Durante la larga desaparición de “Dudus” Coke, el gobierno extendió órdenes de arresto a otra docena de sospechosos, incluyendo algunos de sus familiares más cercanos. Incidentalmente, el diario jamaiquino Observer ha reportado que el número de armas de fuego decomisadas durante la operación llega a cuatro. Cuatro.

La realidad de Jamaica se ha construido en torno, no al modelo –el mito– del Bob Marley bueno, indignado siquiera por la idea de no llevar a cabo el concierto de “Smile Jamaica” en 1978, inclusive después de haber sufrido un atentado el día anterior. La realidad de Jamaica se ha construido, más bien, en torno a la imagen combinada de un 50 Cent con un “Mr. Bombastic” quien es más rudo que pícaro, intimidante, violento, quien lleva una vida de exceso y opulencia, repleta de posesiones, mujeres, dinero, promulgada, en buena medida, por la cultura popular estadounidense.

Sin embargo, ese es sólo un aspecto de la realidad que se vive en Jamaica. Un aspecto importante –dominante, tal vez– pero un aspecto nada más. Y es que, mientras las Fuerzas Armadas jamaiquinas atendían al estado de emergencia declarado por el gobierno de Bruce Golding en los Jardines de Tívoli, el mayor festival literario de todo el Caribe, Calabash, tenía lugar en el distrito de Santa Elizabeth, en la costa sudoeste de la isla, a más de cuatro horas de distancia.

Calabash se celebra religiosamente cada año a finales del mes de mayo desde hace ya una década. Su enfoque no es el del festival literario de todos los días –para empezar, en una sociedad donde la literatura no es una necesidad básica, ni mucho menos, el cobro de entrada sería una aberración y una fórmula indiscutible para el fracaso. Por lo tanto, Calabash es una reunión de 72 horas prácticamente continuas en las que entusiastas literarios, autores reconocidos, turistas de paso y, sí, también familias locales comparten una experiencia gratuita que, como todo buen libro, tiene múltiples niveles de lectura.

En 2010, mientras una especie de guerra civil en miniatura explotaba en la zona occidental de Kingston, Wole Soyinka, el autor nigeriano ganador del premio Nobel de literatura en 1986, hacía su primera presentación a las orillas de Treasure Beach, una playa cuya arena no es blanca insuperable, cuya agua no es cristalina ni turquesa, cuyo aspecto, si bien agradable, no se acerca a lo paradisíaco, pero que alberga año tras año un auténtico esfuerzo conjunto por diseminar la literatura a nivel popular, por entretener a la población con un recurso algo más sofisticado que el sexo o la violencia y por crear un sentido de comunidad sin caer en moralismos ni utopías.

Una de las principales carencias dentro de lo que son las sociedades caribeñas consiste en su débil sentido de identidad. Entender las raíces históricas de esta condición tal vez sea un paso para combatirla, pero quizás no sea un requisito inamovible. Fue precisamente este tema el que alimentó gran parte de la producción de lo que, hasta ahora, ha sido la era dorada de la literatura caribeña –aquellos años paralelos al boom latinoamericano en los que se desarrollaron figuran emblemáticas como Derek Walcott y V.S. Naipaul, como George Lammming, Samuel Salvon y Kamau Brathwaite, entre otros. Calabash representa, tal vez, una iniciativa por adueñarse de un tradición literaria que, desde los días de aquel emblemático programa de la BBC, Caribbean Voices, se ha visto estrechamente ligada al exilio. Hasta el día de hoy, los autores caribeños más exitosos, más reconocidos, son todos escritores que se han formado en el exilio, desde Andrea Levy o Caryl Phillips hasta Junot Díaz o Jamaica Kincaid. Pero una nueva tendencia, llevada de la mano de Calabash, baña las costas del Caribe. Se trata de un interés inusitado por el fenómeno literario, evidenciado en eventos como la feria del libro de San Martín, ya en su octava edición, el festival literario de Antigua y Barbuda, inaugurado hace cuatro años, y el festival literario de Montserrat, inaugurado en 2009.

Evidentemente, no todos estos eventos lograran pasar la prueba del tiempo, y aún queda por ver el rol que, en términos prácticos, habrá de jugar la literatura dentro de las sociedades de cada uno de los países que conforman la enormemente diversa región del Caribe. Sin embargo, más allá de las incógnitas, algo es seguro: y es que, a pesar de la violencia, de las fantasías propias e impuestas y de las incongruencias entre ambas, la rutina de la existencia cotidiana que se vive en Jamaica estipula un espacio específico, real e importante a la literatura, un aspecto que, apuesto, la mayoría nunca asociaría con este país. Tal vez haya llegado la hora de abrir los ojos y de ver qué hay del otro lado del mito.

 

 

 

PUBLICADO POR EL PORTAL ESPAÑOL FRONTERAD EL VIERNES 27 DE AGOSTO DE 2010.

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