Paisaje de soberbios riscos, de castillos afincados sobre colinas colgadas de la nada, de meandros inabarcables, de empinados valles cubiertos de uvas, historia y neblina, el trayecto entre Maguncia –¡que nombre más evocativo!– y Coblenza destaca por su calidad fantasmal. A la carga de nuevo, tras la pista de un medioevo halado, partí hacia la Renania Palatina, donde un largo día me deparó encuentros de todo tipo con los principales puntos de interés del trayecto. Algo más viejo pero también un poco más sabio tras mis experiencias (fatídicas) como caminante enamorado de un sueño propio a lo largo del Camino de Santiago, decidí darle un respiro a mis pies en esta ocasión y emprender la ruta en un deportivo convertible con el que disfruté de la vista y del verano. Y es que, si se va a hacer algo, pues ¡hay que hacerlo bien! A continuación una selección arbitraria, incompleta y subjetiva de los detalles que marcaron mi travesía:
De Maguncia, a pesar de su pasado milenario, hay más bien poco que contar. Su abolengo romano la ha dotado hoy de poco más que su nombre (castro Maguntiacum) y la única huella que apunta a la importancia de su pasado es una monumental catedral, por la que han pasado todos los estilos artísticos de la historia. Sin embargo, su extremo oriental (el de la catedral, no el de la ciudad), adornado con torrecillas de torta de bodas agregadas en algún momento de mal gusto del XIX, aún permite ver en su estructura inferior los restos de un románico monumental y a la vez mesurado, con sus arcos de medio punto alrededor de un extraordinario ábside coronado por un curioso tímpano.
Lo que sí hay que saber de Maguncia, porque desconocerlo es como visitar Andalucía e ignorar la presencia mora en la península, es su lugar en la historia del Sacro Imperio Romano Germánico: como uno de los siete miembros del colegio electoral, el arzobispado de Maguncia contaba entre las más importantes e influyentes entidades políticas de la edad madia. Curiosamente, también lo hacían los arzobispados de Colonia y Tréveris, vecinos, a veces menos que cordiales, de la región del palatinado y la renania. Y menos mal que tenía esto en la cabeza, para ponderar, porque si mi disposición a la salida de Maguncia era la de adentrarme en uno de los trechos más hermosos de toda Europa, consagrado ya inclusive por la UNESCO como patrimonio de la humanidad y reconocido a vox populi como un paseo de ensueño, lo que encontré inmediatamente después de la salida de la ciudad fue más bien un tramo complicado y desagradable en una autopista demasiado grande para recorrerla en un descapotable, donde los gases de camiones y demás vehículos me atormentaban la vida y me hacían preguntarme, cual Bruce Willis en una secuela de Duro de matar, qué diablos hacía yo, de nuevo, en esta situación.
Así anduve por más de media hora, más allá de la famosa Eltville, donde no encontré nada digno de contar, hasta que reconocí en un aviso el nombre del monasterio de Eberbach y decidí separarme del Rin tempranamente para visitar un antiguo claustro cisterciense construido por el mismo Bernardo de Claraval. El edificio está impecablemente mantenido y ofrece una interesante mirada a la parca vida de un monje medieval. Sin embargo, son sus jardines, alrededor del monasterio, los que ofrecen mayor placer al visitante, inclusive a uno completamente ignorante y desinteresado en la flora, como es este John McClane.
Inesperadamente ilusionado por saber que en el monasterio de Eberbach se había filmado El nombre de la rosa, partí rumbo al primer gran timo de la ruta: Rüdesheim am Rhein. Cualquier atisbo de ilusión fue hecho añicos al explorar esta localidad, sobrepoblada, claustrofóbica y completamente artificial, en la orilla derecha del Rin. Parte del engañoso escaparate que se construye alrededor de este lugar se basa en la presencia de lo que se ha reconocido como uno de los más antiguos castillos de piedra en Alemania, el Brömserburg. Actualmente un museo dedicado a la producción y consumo del vino, este puñado de escombros se perderá en las lagunas más profundas del olvido de todo visitante que se libere aunque sea un poco del compendio mítico-mercantilista que pretende vender la nada que es Rüdesheim.
Poco después de saltar por encima de la puerta de mi convertible y huir por mi vida, me encontré con una de las pequeñas islas que caracterizan el cauce del Rin, en la que, pocos metros antes de la entrada a la localidad de Bingen, en la orilla izquierda, se eleva la elegante estructura de una torre destinada al cobro de impuestos que lleva por sobrenombre Mäuseturm, o “torre de los ratones”. El origen de tal apodo corresponde a uno de los tantos mitos que adornan el camino: según la leyenda, durante la hambruna de 974 el arzobispo de Maguncia aplacó una revuelta de campesinos al encerrarlos en un granero e incendiar el edificio mientras mascullaba qua sus víctimas, como los ratones, sólo servían para comer grano. Acto seguido, el arzobispo se vio atacado por una manada de roedores que lo siguió a través del río hasta la torre, donde murió consumido en vida por los ratones. Más allá de la cruda imaginación medieval, la construcción es intrigante, y la restauración del XIX la hace inclusive atractiva.
Pasé de largo de Bingen, porque apenas si me había recuperado del efecto demoledor de Rüdesheim, y porque al estar al otro lado del río, debía tomar un barco para visitar la Capilla de San Martín, que desde lejos parecía ser de un gótico tardío y que posiblemente merezca la pena. Lo que, sin lugar a dudas, merece la pena, es comenzar el trayecto directamente en Bingen am Rhein, o al menos ir con la convicción de que todo lo que precede el recodo que hace el Rin a la altura de esta localidad es simplemente un trámite necesario para llegar al verdadero deleite del asunto, que incluye ejemplares como el castillo de Rheinstein, una de las perlas del paseo, construido originalmente a principios del XIV por orden del arzobispo de Maguncia para la protección de las tierras del arzobispado. Reconstruido con el mayor cuidado romántico de un XIX suspendido entre las llamas, la imponente figura de este paladín domina el paisaje de un pequeño pueblo sin nombre (Krone, si de veras hay que mencionarlo) que de lo contrario no existiría.
Desde el castillo de Rheinstein, en la distancia, también en la orilla izquierda del Rin, se divisa otra estructura, más grande, misteriosa, que me llevó a volver a mi Batimóvil con presteza y a acercarme a lo que resultó ser el castillo de Reichenstein. Entre historietas de feudos, tributos y trifulcas, este castillo, también conocido como el Falkenburg, alberga un relato más humano, más cercano a la sensibilidad moderna, que la mayoría de los que lo rodean. Construido en algún oscuro instante del siglo XI, el edificio junto con su bailía fue heredado por la familia Hohenfels a mediados del siglo XIII. Esta, liderada por el patriarca Felipe y su hijo Dietrich, tomó provecho del período de inestabilidad política conocido como el Interregnum (1250-1273), abusando impunemente de su poder y actuando en conjunto con el vecino castillo de Sooneck para cobrar impuestos inauditos a quien atravesara la zona y –porque no sólo en el Caribe hubo piratas– estableciéndose como una de las cofradías de asaltadores de caminos más importantes de la región. Ambos castillos fueron destruidos por la recién creada Asociación de Estados del Rin en 1253 y 1254 respectivamente, pero los Hohenfels lograron restaurarlos y re-equiparlos para continuar con sus fechorías hasta que en 1282 el nuevo Sacro Emperador Romano, Rodolfo de Habsburgo, acabó con el problema de raíz, al derribar los postines y colgar a todos sus habitantes. La más moderna encarnación del castillo de Reichenstein proviene de una reconstrucción deliberadamente suntuosa, sintomática del sentimentalismo del XIX, que en la distancia lo hace parecer más atractivo de lo que verdaderamente es, pero que, de alguna manera, continua rindiendo tributo a su curiosa historia.
El curso del Rin continua tras el castillo de Reichenstein en dirección noroeste, siempre inmerso en su empinado valle con restos, más o menos conservados, de construcciones medievales. Por la orilla derecha se abre camino la localidad de Lorch, la cual, con su linda capilla de San Martín, representa un refrescante descanso del escarnio turístico. A partir de entonces se puede constatar la densidad extrema de puestos de vigilancia que en algún momento poblaron la zona fronteriza entre los tres arzobispados de Maguncia, Tréveris y Colonia y el condado del Palatinado, los cuales hoy en día adornan la ruta con ruinas parcialmente renovadas o incorporadas a modernos viñedos de lo que antiguamente fueran edificaciones militares. Sin embargo, es más bien el caparazón gótico de la Wernerkapelle lo que causa mayor impacto a medida que se van consumiendo kilómetros en dirección de Coblenza. A pesar de que el templo nunca fue terminado, los estragos del tiempo contribuyen a construir en la imaginación una curiosa imagen de permanencia y abandono al observar esta ruina, la cual encarna perfectamente la sensibilidad romántica. En efecto, resulta difícil no recordar la abadía de Tintern, en Inglaterra, junto con todo el bagaje intelectual que le imprime Wordsworth, al reconocer la estructura hueca postrada en las faldas del lado occidental del valle del Rin.
Siguiendo el recorrido se penetra cada vez más en territorio palatino, donde las familias Falkenstein y Katzenelnbogen se convierten en puntos de referencia inamovibles en la historia de la región. Apenas antes de la llegada a Kaub emerge de las aguas del Rin una torre que remeda la función de la Mäuseturm de Bingen. Sin embargo, la estructura pentagonal, la sólida muralla a su alrededor y ciertas torres descarriadas, propias de un barroco inapropiado, convierten al Pfalz en una parodia tanto grotesca como ineludible. Esta torre pertenecía al condado de Renania-Palatinado y actuaba conjuntamente con el vecino castillo de Gutenfels, el cual, postrado sobre el banco oriental del río, talla una figura imponente y sobria que contrasta con la pantomima de la torre erguida sobre el río.
Pero fue tras dejar Kaub en la distancia y continuar pausadamente por la B42 por unos cuatro, cinco kilómetros, cuando en realidad agradecí al dios de los automóviles por permitirme el lujo de explorar un nuevo meandro del Rin a bordo de mi descapotable, con el ronroneo de su motor a mis espaldas y los despeñaderos del valle más emblemático de Alemania sobre mis hombros. Así, extático, llegué al Loreley, el punto más angosto del cauce del Rin, cuyo curso tala una doble chicana (derecha, izquierda, derecha, izquierda) entre las montañas circundantes, en la que el segundo giro a la izquierda se ve dominado, imponentemente, por un desfiladero de piedra de 120 metros de alto en el que, al parecer, han encallado cientos de barcos. La leyenda ha convertido a este punto en el equivalente alemán de Escila y Caribdis, retratando a una sirena irresistible como la culpable de todos los males ocurridos en la zona durante los siglos, y el propio Heine le ha dedicado un poema a la pobre Loreley, que de todo esto no sale muy bien parada.
El curso del Rin tras la aparición de su sirena de riscos mortales se tuerce por recovecos pintorescos y frágiles que albergan los paisajes más sublimes del recorrido. Me fue imposible entonces resistir la tentación de tomar una de las pequeñas callecitas que se desdoblaban de la ruta principal para adentrarse en las alturas del valle, y, de cualquier manera, tanta agua ya me tenía un poco enfermo, así que poco más allá del Loreley torcí a la derecha para poner a prueba en una vereda angosta y empinada el potencial de aquel barullo que desde Maguncia venía calentando mi oreja izquierda. Antes de llegar a la cima de la colina oriental del valle ya estaba satisfecho con el desempeño de mi bólido. Fue entonces cuando, pasado el lúgubre pueblo de Patersberg, encontré un maravilloso gazebo en medio del acantilado con un panorama extraordinario que se denomina Dreiburgenblick (vista de los tres castillos). Los castillos en cuestión son el de Katz (gato) al sur, el de Maus (ratón) al norte, y el imponente castillo de Rheinfels, sobre el pueblo de San Goar, al otro lado del río. La historia correspondiente es la típica de presencia, vigilia y advertencia que caracteriza a la zona: cuando la familia Katzenelnbogen estableció su principal residencia en el castillo de Rheinfels el elector del arzobispado de Tréveris ordenó la construcción de lo que con el tiempo vendría a conocerse como el Castillo del Ratón, para asegurarse del cobro de los impuestos que le correspondían, así como para demarcar la frontera de territorios colindantes. La respuesta de los Katzenelnbogen fue edificar un nuevo castillo en la franja oriental del río, el Castillo del Gato, el cual, en la tradición coloquial de la región, se comió al ratón.
Una última anécdota: en la rivera oriental del Rin se eleva a lo lejos sobre el pueblo de Bornhofen el castillo de Sterrenberg con su enorme –desproporcionada– torre blanca. Es este el más antiguo de dos castillos, uno directamente al lado del otro, de los que se desprende la saga de los “hermanos enemigos”: Enrique y Conrado están, ambos, enamorados de Hildegarda. Cuando ella expresa su afección por Conrado, Enrique se hace a un lado y endorsa el matrimonio de la pareja. Los prometidos toman posesión del castillo de Sterrenberg, mientras Enrique habita por un tiempo en el vecino castillo de Liebenstein, antes de alistarse como cruzado. Las hazañas de Enrique en tierra santa le merecen gran fama, que llega a los oídos de Conrado justo antes de su matrimonio con Hildegarda. Es entonces cuando Conrado considera necesario unirse a su hermano en sus aventuras para demostrar su coraje. Sin embargo, Enrique vuelve de su campaña al poco tiempo, con noticias de su hermano, quien tras una corta estadía en Palestina, se ha establecido en Constantinopla. Enrique alberga en calidad de huésped a Hildegarda en su castillo, siempre respetando su castidad, hasta la vuelta de Conrado, quien, sin embargo, se presenta con una hermosa doncella griega. Injuriado, Enrique construye un muro entre ambos castillos y reta a su hermano a medirse en duelo contra él. Sin embargo, Hildegarda interrumpe la batalla antes de su fin, proponiendo marcharse al convento de Marienburg para solventar la querella entre los hermanos. Las paces resultantes son genuinas, aunque la relación entre los hermanos se mantiene distante, mientras Conrado disfruta de su nueva relación conyugal. Pero su esposa griega abandona a Conrado, quien acude a su hermano en busca de consuelo. La amistad entre Enrique y Conrado vuelve a florecer hasta la muerte del último. Entonces, Enrique decide internarse en el monasterio de Bornhofen, donde muere el mismo día, en el mismo instante, que Hildegarda, haciendo repicar las campanas de los monasterios de Marienburg y Bornhofen simultáneamente en su honor.
El camino aún guarda uno que otro encuentro con el pasado antes de la entrada a la ciudad de Coblenza. Sin embargo, el castillo de Marksburg, ubicado directamente encima del pueblo de Braubach, tiene más de grotesco que de guarnecedor, mientras que el juego de voces y ecos que entablan el castillo de Lahneck, originalmente construido bajo órdenes del arzobispo de Maguncia, y el castillo de Stolzenfels, encargado por el arzobispo de Tréveris para servir como contrapunto a aquel, se presenta como una opaca repetición de un fenómeno que se ha visto de manera más dramática y monumental a lo largo de los 60 kilómetros más largos de Europa.
Ya es tarde, el sol de verano ha perdido su vigor y está a punto de esconderse tras las alturas del valle. Es hora de llegar a aquel famoso punto que los romanos conocieran como Confluentes, convertido en el vernáculo en Koblenz, donde el Rin se encuentra con el Mosela en una curiosa esquina, hoy en día denominada Deutsches Eck (esquina alemana). En esta punta, al otro lado del río, se alza la fortaleza de Ehrenbreitstein, cuyos más antiguos restos datan, al parecer, del año 1000 AC, y a unos metros del monumento a la unión germánica, se eleva la hermosa basílica románica de San Castor.
Pero en breve el Schalke presentará a su nueva figura, una joven promesa del fútbol español que, a lo brasilero, usa un solo nombre, Raúl, y los cafés de la ciudad están a reventar, y es difícil resistirse al Riesling cuando se ha deambulado todo el día por las veredas que cruzan sus viñedos. Difícil también es digerir la mezcla de lo onírico y lo calamitoso a la que el viajero se ve expuesto en su paso por la carretera nacional B42, como difícil es encontrarle los pies y la cabeza a tanta leyenda, a tanta guerra, a tanta mentira. Pero algo me dice que una dosis del remedio local en alguna fonda o bodega típica logrará esclarecer mi entendimiento. Así que por hoy guindaré las botas de fetichista medieval y me entregaré al inevitable encuentro con el insolente Schängel, aquel niño indecoroso que desde una esquina secreta escupe un chorro de agua al turista incauto. ¡Prepárate Schängel, que allá voy!