Caía el sol espléndido tras los árboles cubiertos por una ligera túnica que albergaba simultáneamente las fragancias del verano sonámbulo, de la estación dorada, de un otoño sangriento. Aquel azul imponente proporcionaba una claridad que contrastaba con el brillo anaranjadizo trazado por el carro de Helios en su trayecto rutinario. Él, precisamente, descendía con impunidad por las calles del quimérico alacrán propiciando el regalo esplendoroso de un auténtico día de gracia en medio de lo que hasta entonces había sido un verdadero diluvio.
La sorpresa ya se había desvanecido; sólo quedaba el placer de la jornada. Continuaba allí, sentado, aún frente al sol que de diestra a siniestra se había trasladado a lo largo del firmamento. Desde el momento en que los rayos fulgurantes de la estrella mayor se posaron sobre la ventana entreabierta de su comedor, el viejo no había movido ni la más mínima parte de su cuerpo. Ya regresaban de los viñedos los más jóvenes miembros de la familia, ya volvían las mujeres de acabar sus labores en el campo, y sin embargo, el abuelo seguía atónito en su banco frente al bosque, inmóvil, casi ausente.
Era aquella engañosa época del año que, a pesar de su inadvertido intento por timarnos con la connotación octava de su latín original, era desenmascarada por la lluvia de besos que, hoja a hoja, los árboles enviaban a su amante superficial, por la guerra de zumbidos que entablaban entre sí los habitantes de la flora moribunda, por la marea de canas inacabadas que tejían las arañas sobre cualquier superficie. Era también la etapa culminante en la maduración de las uvas que en su momento habrían de dar existencia al extático néctar, pasión de Dionisio, delirio de las bacantes.
Las semanas de borrasca que se habían adueñado de Septiembre amenazaban la cosecha con un aliento pobre y agrio; ese mismo aliento que merodeaba la mesa cada noche, cada mañana, cada día cuando se reunía la familia, bien fuera a rezar, a conversar o simplemente a ingerir los alimentos necesarios para continuar el tormento de un invierno adelantado.
Pero el regalo divino de una esperanzadora tarde de verano tardío suscitaba, al menos momentáneamente, la risa discreta de aquella familia enferma. Un aroma persuasivo se desprendía de la parte trasera de la ruinosa estructura y rodeaba el hogar de los Buendía, elevándolo misteriosamente sobre el resto del pueblo. Era el olor de las cacerolas de Úrsula, quien desde hacía años había dejado de atender las labores del viñedo y había optado por preparar todo tipo de alimento y pociones durante el día para saciar las necesidades respectivas al final de la jornada, combinado con los continuos y frustrados intentos alquímicos de Arcadio, el único miembro de la familia que había optado por ignorar los consejos del viejo Melquíades y seguía descuidando las labores agrícolas del nuevo Macondo.
Amaranta y Remedios ya se unían a la causa de Úrsula y, con una amplia sonrisa que delataba la complacencia compartida, colocaban los vasos y los cubiertos en el gran mesón de madera. Rebeca, mientras tanto, se revolvía entre el polvo estático que había terminado por invadir aquel agujero que tanta gente llamaba hogar y tanta otra admiraba sin mayor razón que un aparente respeto hereditario. Desde aquella vez cuando Úrsula en su solemne descuido había derramado las cenizas de aquellos desconocidos que inaugurarían el cementerio de lo que había sido el viejo Macondo, hacía ya mucho más de cien años, el polvo, o la ceniza, nunca había abandonado la casa de los Buendía. Hubo un tiempo cuando Úrsula trató de combatir los caprichos del destino, pero inclusive su persistencia llegaba a un límite y, después de notar que sin importar cuánto limpiara, barriera y sacudiera, la casa siempre habría de albergar los restos eternos de aquellos, y al parecer todos los demás, extraños, entonces la matrona decidió acogerlos como mejor pudo: acumulando todo el polvo de la casa en una sola esquina. Esa precisamente era la esquina preferida de Rebeca, quien se regodeaba sobre la descomunal pila de ceniza, jugando, moldeando e inclusive, como hiciera algún otro miembro de la familia en alguna de las vueltas que diera Macondo, ingiriéndola con placer.
Úrsula reconocía en tanto la perturbadora semejanza; recordaba aquel primer ciclo de Macondo. Úrsula lo recordaba todo, o casi todo. Sin embargo eran contadas las ocasiones en las que la pobre vieja se molestaba en visitar aquellas lejanas e incontables memorias; el peso de la decepción era siempre demasiado. Lo único que resultaba de aquella contemplación era una angustia exacerbada por el prospecto de un nuevo fracaso y unas ansias devastadoras por vencer aquel eterno retorno en el que recurría Macondo cada centenario. La imagen de Pietro Crespi conversando con José Arcadio y Aureliano José camino al viñedo la hizo volver a la realidad y olvidar esos malignos recuerdos que no hacen más que acongojar al corazón.
Úrsula lo recordaba casi todo, pero por alguna razón, después de la epidemia de olvido que atacara a Macondo ella empezó a perder progresivamente la capacidad de discernir quién era hijo de quién. Como siempre, la obstinada mujer trató de combatir el destino, reemplazando el nombre de los más cercanos miembros de la familia por su genealogía completa. Sin embargo, la sobremesa llegó a ser tan entreverada que una noche Úrsula entabló un soliloquio laberíntico que se perdió entre los interminables gentilicios que Úrsula utilizaba para llamar a cualquiera y el silencio de quien, debiendo responder, no lo hiciera por no haber notado que la pregunta iba dirigida a él.
Pero todo eso ya a Úrsula no le molestaba. Era como el polvo; tan solo una nimiedad más. Veía llegar a los tres hombres del viñedo y no pensaba en más que complacerlos de la única manera en que podía complacer a cualquiera en estos días: con su comida y sus pociones. En realidad le sorprendía la jovialidad con la que se acercaba aquel trío. A decir por sus gestos, por sus risas, por su energía, eran tres hermanos no mayores que veinte años de edad. Y sin embargo, Úrsula sabía que no era así. Al menos las edades sí las recordaba, aunque ese era otro recuerdo que no hacía más que deprimirla. Tantos años, tantos ciclos, tantos intentos, tantos fracasos…
Lo cierto era que, de no saber que Pietro era Crespi y no Buendía habría jurado que aquellos tres hombres eran hermanos. Y José Arcadio y Aureliano José, ¿no había una generación de por medio entre ellos? Sólo Aureliano sabía quién era quién; habría que preguntarle a Aureliano. Pero Aureliano estaba exhorto aquel día; distante, ausente. Allí seguía, sentado en su banco, mirando al vacío, perdido en su mundo, en sus sueños, esperando quién sabe qué, hasta quién sabe cuándo. No había poción que liberara a Aureliano de sus lapsos; inclusive para Arcadio existía alguna solución que lo curara, al menos momentáneamente, de su desquicio áureo. Pero Aureliano entraba y salía de sus estados hipnóticos por él mismo, si es que salía.
Hacía mucho tiempo que Aureliano no volvía a sus andanzas nirvánicas. Úrsula estaba un tanto preocupada. Recordaba las palabras sabias de Melquíades, sabía que de Macondo lograr romper el ciclo, los Buendía tendrían que mantenerse juntos, unidos. Por eso había abierto las puertas de la casa a todo el pueblo, porque al no saber quién era hijo de quién no quería perder la salvación por un “descuido genealógico”. Pero ahora el más viejo de todos los Buendía se encontraba afuera, sentado solo, inexpresivo, meditante. Úrsula recordaba la locura inicial de Aureliano aquella vez cuando inclusive hubo que amarrarlo a aquel poste en el jardín. El prospecto de un nuevo inicio asustaba a Úrsula, la enfermaba, la entristecía. Entonces se giró de espaldas al banco donde Aureliano estaba sentado y terminó de servir la cena.
Aureliano no sabía qué era lo que le esperaba pero sabía que tenía que esperar. Apenas si parpadeaba. No había movido ni un solo músculo de su cuerpo desde la mañana. El aullido se hacía cada vez más audible, más presente. Aureliano, en su confusión, a veces creía que no era más que el viento; otras más pensaba que tal vez fuera algún eco de Macondo; algunas otras temía que fuera la llamada del tricéfalo can Cerbero. No sabía si rezar, o simplemente entrar a cenar. No, moverse no era una posibilidad; la parálisis de Aureliano no era consciente, no era siquiera escogida, era más bien impuesta, categórica. La posesión era absoluta. Repentinamente el viejo sintió una necesidad irrestringible de volver a hablar en latín. En realidad lo que había sentido era el notar que llevaba ya tiempo vociferando en la lengua muerta. Arcadio, desde su primer piso, notaba sin expresión la locura de Aureliano, tratando de descifrar su balbuceo ininteligible.
Al caer el sol la figura intrascendente del alacrán sideral se posó directamente sobre la casa de los Buendía. Nadie notó la inconsistencia cósmica; tan solo Aureliano, quien, con cierto alivio aunque aún sin reconocer todo el potencial de su descubrimiento, comprendió que el aullido interminable había sido la llamada de Sirio.
Aureliano no pensaba; su cerebro trabajaba automáticamente, víctima del destino. En ese instante Arcadio notó que la entonación de Aureliano cambiaba; reconoció una palabra aquí, otra allá y repentinamente descubrió lo que sucedía. Mientras Arcadio racionalizaba sin lenguaje la situación, Aureliano la descubría simultáneamente y con la misma violencia en aquel Sánscrito inédito. Una nube de llanto trajo a las Pléyades con una frescura angustiante que, sin embargo, no ocupaba más que un trozo del espacio, un fragmento des-vaciado que destilaba lágrimas y expresaba dolor en el mismo no-idioma en el cual Arcadio experimentaba el conocimiento.
Tras las Pléyades llegó al fin aquel semi dios negro, majestuoso, imponente. Entonces el entendimiento volvió a las sienes del viejo Aureliano. El proceso dejó de ser automático, el balbuceo dejó de ser necesario, su expresión dejó de ser indiferente. Con toda confianza y propiedad Aureliano aprovechó la oportunidad y al reconocer que su espera había terminado demandó, aún en Sánscrito, explicaciones a Orión. Comprensivo y generoso, el gigante de ébano instó a Aureliano a seguirlo en su paseo sideral hasta que Zeus los convirtiera en estrellas. Arcadio, envidioso del destino del viejo, maldecía el suyo sabiendo que Aureliano acabaría definitivamente con toda esperanza de vencer el ciclo de desgracia al que Macondo estaba destinado. Aureliano, con el peso de la razón encima, sabía que si uno de la familia dejaba de luchar por la causa de Macondo, ésta sería una perdida. Pero él ya había vivido casi una eternidad, y ante la opción de disfrutar algo diferente a angustia y miseria se liberó de la responsabilidad postrada sobre sus hombros y condenó conscientemente a Arcadio, quien lo miraba a los ojos, y al resto de Macondo a una eternidad recurrente de soledad irremediable.
Arcadio pensaba aún en sintonía con las palabras de Aureliano mientras Orión convertía al viejo en un espíritu impalpable que se elevaba sobre el suelo, todavía en su forma corpórea, pero desafiando todo tipo de leyes gravitacionales. Simultáneamente se levantaba una bruma alrededor de Macondo que envolvía al pueblo, lo cerraba, lo encerraba, lo diluía en una poción de polvo y olvido. Mientras Aureliano se desprendía de los suelos e iniciaba su nuevo itinerario eterno, pensó aliviado, Ahora ya sé cómo se siente, Remedios y Arcadio: ¡Yo también!
RELATO PUBLICADO POR EL RIO GRANDE REVIEW EN SU EDICIÓN DE OTOÑO, 2011.