La adivinación: un relato

 
Glamorous nymph with arrow and bow.
 
Bob Dylan.
 
Ves ese hilo de luz que está allí arriba,
Es tu buena estrella, te protegerá.
Entonces cuando todo al fin se vuelve insoportable,
Cuando el mundo y el veneno dan dolor,
Todavía sigue allí tu buena estrella,
Buena estrella para todos, para vos.
 
Fito Páez.

 

 

Toma aérea, 45 grados por encima del suelo: silueta (de perfil) de un hombre desahuciado, de pie y sin compañía. Atuendo: elegante traje gris, vistosa camisa azul, abrigo azul oscuro, descansando cuidadosamente sobre brazo derecho (el más cercano a nuestra posición), corbatón a cuadros que guinda desanudado sobre sus hombros. El personaje se enfrenta a una escena que no logramos divisar. Solo se ve una planicie baldía y desolada, interrumpida por el ángulo de nuestra perspectiva. Los ojos del hombre brillan con una intensa mezcla de intriga y emoción—sentimientos que no logramos compartir. Detrás de él se distingue lo que resulta ser un detalle del acabado interno de la puerta de un coche que se larga apenas ella se cierra. Una nube de tierra y polvo surge de las llantas del auto, que se pierde tras ella mientras se aleja del personaje. La cámara se acerca desde su posición original, recorre un trazado en espiral alrededor de la nube de polvo, queda suspendida momentáneamente en un punto detrás del personaje, quien, aún de pie, no llega a obstruir nuestra visión, hasta que finalmente aterriza unos metros a la izquierda de aquel hombre. Por primera vez se nos revela el paisaje al que él se ha enfrentado todo este tiempo.

 

Una premonición, un instinto; una visita inesperada había procurado este viaje espontáneo al lugar que en algún momento de su infancia lo había privado de su niñez. Eres demasiado joven para estar aquí, le había indicado una voz aquel día que había permanecido grabado en alguna parcela del depósito donde se aloja lo que ya no se recuerda. Regresa cuando la vida te haya susurrado su acertijo. Solo que no había acertijo; de la misma manera que no cabía ningún tipo de duda: algo lo había traído de vuelta—no sé qué. Solo sé que debo estar aquí.

 

Pasos lentos pero firmes a lo largo de la planicie desierta: uno, dos, tres cientos sesenta y cinco mil pasos. Pasos seguros. Pasos sin rumbo. Pasos cortos, cargados con el deseo de ser avistado, de ser descubierto, lo llevan a las puertas del asentamiento. Aquella peste ácida que por tanto tiempo había relacionado con el miedo vuelve a su conciencia. Una sonrisa escapa de sus labios al notar que el pavor no tiene aroma, al saber que la poción de orina, heces, semen y sudor que infecta aquel recinto no provoca más reacción en él que cierto disgusto. He venido a visitar mi pasado hecho un hombre más sabio.

 

Una gran carpa redonda—posiblemente la estructura de un antiguo circo—hace las veces de plaza central de esta precaria aldea. Chozas de madera y cabañas de latón rodean el decrépito edificio sin orden alguno. Grandes espacios abiertos albergan la claustrofóbica sensación de que al caminar por ellos se invade el patio trasero de algún vecino. Un vertedero lleno de objetos valiosos: sillas de hierro oxidadas, antiguas máquinas de coser, ruedas de bicicleta sueltas forman pilas esporádicas que marcan territorios aislados. Nada se mueve. Nada muestra señales de vida. Nada, aparte del viento y la jauría de perros callejeros. De hecho, nada en absoluto.

 

Perros marrones, perros negros, perros pequeños, perros enloquecidos. Perros por doquier, reflejándose los unos a los otros, peleándose, atiborrados, vagando, deambulando, buscando comida, agua, aire. Perros por todas partes (en los techos, bajo la chatarra, a lo largo de las calles); perros callejeros patrullando la zona con ubicuidad, invadiéndolo todo, abarrotando la tierra como abarrotan las moscas la mierda, y ni un solo gitano a la vista. Camino. Camino solo. Camino sin obstáculo, sin interrupción. Camino sin mirar, porque vengo en busca de nada. Camino para ser visto, para ser descubierto. Camino sin miedo, porque sé que es aquí donde tengo que estar. Sé que tengo que estar aquí y sé que tiene que estar aquí, y, sin embargo, aún no se manifiesta. Así que sigo caminando.

 

Los gitanos duermen, o tiran, o se esconden en este pueblo nómada que además se ha vuelto fantasma, mientras un hombre de atuendo exageradamente elegante atraviesa un laberinto canino sin miedo ni urgencia. Mientras los gitanos tiran, duermen o se esconden, un espécimen rabioso escupe un río de espuma sobre un hombre de atuendo exageradamente elegante que, sin urgencia ni miedo, exige ser guiado. Enséñame el camino. Silencio. Furioso intercambio de miradas inquisitivas. El animal poseído da un salto en dirección contraria, huye enloquecidamente hasta perderse de vista. No hay pista. No hay opción, más allá de continuar deambulando alrededor de aquel circo abandonado.

 

De pronto, entre la porquería y los ladridos, surge una brecha en el camino. El aire denso que flota sobre el resto del lugar se encuentra aquí con un impenetrable campo de energía que no permite contagiarla; la angosta avenida da la impresión de ser más brillante que el resto del poblado; la calle se ve librada de bestias vagabundas, de cadáveres en su último estado de putrefacción. Camino esperanzado por aquel pasillo interminable hasta llegar a una encrucijada donde encuentro más de lo mismo.

 

Sin saber adónde ir, ni tampoco cuestionar la situación, aquel hombre espera desconcertado, hasta que la figura inconfundible de Jacqueline Helles de la Boissiere surge desapercibida desde el interior de una “casa”. Cuales demonios autónomos, sus rizos color rojo incandescente invaden su propia cabeza; una nube de humo escapa de su nariz torcida con cada exhalación; sus gélidos ojos albinos perforan el espacio con dos rutas directas al más oscuro de los secretos; su cuerpo carnoso destila un detestable vaho de lujuria insaciable. Su rostro muestra evidencias de la mayor desesperación; sus manos halan vehementemente de las serpientes que nacen en su cuero cabelludo; está a punto soltar el alarido que está destinado a sacar a la Tierra de su casilla cósmica, cuando nota la presencia de Juan Lorenzo esperando, solo, pensativo, en medio de la nada.

 

Nunca tuve la oportunidad de ver el rostro que me ordenó salir del lugar al que había entrado como un niño curioso y salido como un adolescente asombrado—aterrorizado. Sin embargo, un solo vistazo basta para asegurarme de que ese monstruo es la razón por la que me encuentro aquí. La vida se ha tomado su tiempo contigo. Pensé que nunca volverías. Su actitud cambia, aunque su aspecto es igual de repugnante. Sígueme, no tengas miedo. Él no ha podido disimular sus repentinos nervios, su falta de compostura. Un pequeño perro despeinado hala la pierna izquierda de sus pantalones de lana. Juan Lorenzo dirige la vista hacia la choza de latón. La toma se aleja lentamente de la figura de Juan, abriendo el ángulo de enfoque mientras comienza un movimiento circular alrededor del cuerpo del hombre comenzando a las cuatro en punto y continuando en el sentido de las agujas del reloj. Detallada inspección del aspecto de Juan Lorenzo. Justo antes de avistar su expresión (diez en punto), el ángulo cambia. La toma adquiere un movimiento acelerado en espiral que la lleva hacia lo más alto, girando alrededor del personaje central. Tres oscilaciones más tarde vemos a Juan Lorenzo desde arriba, parado en medio de una encrucijada, listo para seguir las instrucciones del gruñido de un animal insignificante.

 

* * *

 

El interior de aquella misteriosa casa constituyó la mayor decepción en la historia de las expectativas. No hubo trazo de olor a sulfuro; ni cacerola donde cocer pociones mágicas; ni siquiera hubo un gato negro, para mantener las apariencias. Solo un salón desastroso, adornado con trozos rotos de una vida arruinada esparcidos por doquier. La paupérrima cortina de semillas negras y rojas que guindaba sobre el angosto marco de la puerta ni siquiera pretendía servir de separación entre el salón y el área de adivinación. Una pila de semillas amontonadas a un lado de la mesa explicaba la lamentable condición de la cortina.

 

Juan Lorenzo ya no se muestra intimidado por el horrible aspecto de la mujer. De hecho, por primera vez aquel día, Juan Lorenzo cuestiona la cordura de su decisión inicial por visitar aquel lugar. Antes de recibir invitación, se sienta en la silla, coloca su abrigo sobre la mesa. Jacqueline Helles de la Boissiere se desliza de un lado a otro de la habitación, completando labores insulsas sin prestar atención a aquel individuo, mientras un millón de pequeños pasos la llevan de una crisis a la siguiente. La esperanza que en algún momento había albergado la posibilidad de algún vaticinio revelador se había esfumado junto con su confianza en sus propios instintos. El respeto que inicialmente había sentido por aquella horrorosa aparición se había largado por el mismo camino. ¿Cómo te llamas? De pronto, un defectuoso cartel de luces de neón, que pudo o no haber guindado del marco de la puerta cuando él la atravesó, cobra vida, dibujando el nombre de Jacqueline Helles de la Boissiere. Ella logra captar su decepción al leer su nombre, voltea en su dirección, lo espía de reojo. No todas podemos ser Casandras. Su corazón entra en revuelo cuando sus ojos se encuentran con aquellos dos rayos de vacío infinito proyectados desde un costado de la espalda arqueada de la mujer que, agachada, busca sus cartas en el cajón pertinente. Ven conmigo. No temas.

 

El escepticismo de Juan Lorenzo se había visto, al menos de momento,  derruido por la nada que brillaba desde el interior de aquellos ojos. Sin embargo, la escena dentro del cuarto de adivinación bastó para volverlo a anclar firmemente en las bases sobre las que se sostenía momentos atrás. El cigarro había extinguido su fuente de espiritualismo en los restos de un caldo sin tocar. La bola de cristal llevaba tanto tiempo guardada en su cajón que la mitad de ella se encontraba completamente enmohecida. Jacqueline optaría por leer los granos del café, de no ser porque su vista ya no estaba en condiciones adecuadas. De todas formas, las cartas son lo único en lo que se puede confiar.

 

Aquellas palabras ya no logran atravesar la capa de incredulidad que recubre a Juan. Primera carta: La Muerte; Los Amantes; Rueda de la Fortuna. Veo máscaras; veo estratagemas e intrigas; veo capas. Juan pierde la paciencia. De un salto se levanta de la silla, expresa su indignación. Lo que ves es una pobre puesta en escena de Romeo y Julieta. Muchas gracias, pero yo también conozco ese nexo. Jacqueline Helles de la Boissiere permanece impávida ante la interrupción. El Diablo; un dos de copas: confusión, una decisión apresurada, una visita. Cierta curiosidad irreprimible lo hace detenerse en el marco de la puerta, a pesar de su inclinación por salir de ese lugar. Ella levanta la mirada, lo priva de todo tipo de fuerza de voluntad. Siéntate. Juan Lorenzo escucha atento, incrédulo. El Loco; tres mazos; Justicia. ¿Cómo puedes saber a qué responden las cartas cuando ni siquiera tengo qué preguntar? Inmutable, ella continúa su tarea. Serás hechizado; aquí está la Fuerza; y el tiempo. De pronto, una pausa. ¿Qué ha pasado? ¿Qué? No encuentro a El Colgado. Un conato de sonrisa invade el rostro de Jacqueline Helles de la Boissiere, mostrando sus fétidos dientes negros. Juan Lorenzo conoce la cita, no comparte el humor de la adivina. Esta vez, prácticamente vuelca la mesa mientras se pone de pie. Esta vez, su disgusto puede más que la tentación de permanecer en el lado oscuro de la cortina de piedras. Debo temer la muerte por agua, ¿eh? Pasos rápidos lo llevan con determinación hasta la mesa donde lo aguarda su abrigo, hasta la encrucijada fuera de la casa.

 

Toma aérea, 60 grados por encima del suelo. Solo se perciben tres de las cuatro ramas de la encrucijada (el pasadizo que ha llevado a Juan Lorenzo a la cabaña de la clarividente se encuentra detrás de nosotros, fuera del alcance de nuestra vista). Hombre descompuesto (cabello despeinado, ropas sucias, rostro sudoroso) se aleja de la choza con prisa. Lo sigue la burlona figura de Jacqueline Helles de la Boissiere, mesurada, a gusto. Piensas que no tienes qué preguntar pero aquí te va una respuesta: cuídate del regalo de Gregorio. Y no temas el agua; teme a los peces. Juan Lorenzo ya se encuentra fuera de vista, recorriendo sus pasos previos.

 

* * *

 

La espera no llega a ser más que aburrida—ni siquiera molesta, solo monótona. Un pasajero sin visa vigente; una señora extranjera que ha perdido su vuelo y no habla una palabra de castellano. Solo necesito cambiar la fecha de mi retorno para hoy. Por supuesto, señorcon gusto. Pase por aquí. Un par de ojos castaños bien entrenados dan un vistazo a los documentos, tipean alguna información en el teclado, procuran el cambio con un aire de rutina. Un viaje bastante largo para una estadía de apenas dos días. Cualquier otro día, Juan Lorenzo habría tenido a mano una respuesta apropiada. Cualquier otro día, Juan Lorenzo hubiese examinado el efecto de su respuesta en esos ojos castaños. Juan Lorenzo, cualquier otro día, no habría sabido dibujar esa patética sonrisa que ahora mismo ata sus ojos a sus labios. Aquí tiene: su ticket ha sido enmendado con nueva fecha de regreso el día de hoy, 29 de Febrero. Su vuelo está listo para abordar por la puerta 25, cruzando a la derecha. ¿Lo puedo ayudar en algo más, señor?No, por Dios. Simplemente sáquenme de aquí.

 

Sombrío hombre blanco sentado en la ventanilla de una fila solo para él. Elegante traje gris, arrugado; vistosa camisa azul, desabotonada a la altura del cuello; corbatón y abrigo descansando cuidadosamente sobre asiento colindante. Un velo de sueño invade los ojos de Juan Lorenzo, lo hace cabecear de lado a lado mientras intercambia desvelo por somnolencia. Señoras y señores, les rogamos que presten la mayor atención mientras nuestra tripulación de cabina les indica las normas de seguridad a bordo de este Boeing 757. Hinchados ojos rojos vuelven a encontrarse con la habitual pena del sueño interrumpido. Afuera, una inmensa bola de fuego cae muy lentamente debajo de una capa de nubes que se dibuja sobre el horizonte. Este aeroplano cuenta con ocho salidas de emergencia. Máscaras de oxígeno; chalecos salvavidas. Juan Lorenzo mata los minutos previos al despegue ojeando la revista que encuentra en el bolsillo frente a su asiento.

 

dsc_7205Con la altura, el atardecer se vuelve cada vez más impresionante. Por occidente el horizonte arde cubierto por las llamas radiantes de un sol que ya se ha puesto. Una capa de nubes blancas acentúa el contraste entre el rojo escarlata del crepúsculo y el azul cobalto del cielo. De repente, la superficie algodonada se ve perforada por un bolsillo de claridad que se abre entre lo blanco. Tres segundos más tarde la apertura se ve brillar con la lumbre anaranjadiza de algún centro urbano sobre-poblado. Luz eléctrica: la versión humana del sol. Scotchy soda burbujean, estimulando el paladar de Juan Lorenzo. ¿A quién se le ocurre? Mano izquierda se aproxima a cien izquierda, a ceja derecha, cae sobre párpados, ejerce presión con índice y pulgar, relaja tensión, sostiene cabeza sobre palma.

 

¿Fue eso acaso el vacío del sueño? Ya no quedan cubos de hielo en aquel whisky diluido. Viajando hacia el norte a 30.000 pies de altura lo único que se ve es la negrura de la noche reflejada en la negrura de las nubes impenetrables. Entre ellas, apenas por encima de las nubes, la delgada línea del crepúsculo derrama un destello de luz amarilla que se va degradando con presteza, pasando por un verde pálido antes de convertirse en un parche de azul oscuro. Y al fondo, absurdo pero palpable, mi propio reflejo, supervisando lo que veo, lo que pienso. De pronto, una luz fugaz deja un rastro de humo a su paso. A 30.000 pies de altura no se avistan estrellas fugaces. ¿Qué fue eso? ¿Una emergencia? ¿Otro avión? ¿Mi imaginación? Otro scotch con soda, por favor. Nuestra trayectoria cambia, todo vestigio de luz queda atrás. Ahora el único adorno que interrumpe la oscuridad de la noche es el brillo intenso de un lucero solitario apenas por encima del horizonte. Me pregunto si es eso lo que vi. Y, ¿cómo va a serlo? El alcohol afecta mi razonamiento. Tal vez debería dormir un poco, después de todo.

 

Toma aérea, 45 grados por encima del suelo. Hombre cansado, apesadumbrado, emerge del terminal de llegada. Fuerte ráfaga de viento desacomoda su cabello, induce temblor. Cuerpo agazapado bajo abrigo azul se dirige hacia puesto de taxis. Juan Lorenzo hace una señal al último coche de la fila. Cámara hace una aproximación, enfoca la parte delantera del taxi. Escena: parrilla de un vehículo antiguo; rostro de taxista tras parabrisas; puerta trasera entreabierta. Por favor, déjame tomar este taxi: ¡Ya llevo retraso, y es mi propia fiesta! En su estado de ánimo actual, Juan Lorenzo no logra procesar la información. Intentaba captar su atención desde aquel lado de allá, pero nunca me vio. Ojos verdes, nariz aquilina, sonrisa cautivadora. Ninguno de los dos llevamos equipaje: tomémoslo juntos. ¿Adónde va a ser, jefe? Un dulce tono grave despide instrucciones, se apodera de la atmósfera como la fragancia de un perfume. Dos paradas. Primero la dejamos a ella, luego me llevas a mi casa. Miradas furtivas se entrelazan al azar y tú como que necesitas un trago. Yo como que he bebido un trago de más en aquel vuelo. Te invito a mi fiesta. El tema es “naufragios” y, la verdad, pareciera que ya vienes disfrazado. Teme la muerte por agua. ¿O acaso era por peces? Un vistazo hacia adelante delata a aquella estrella solitaria flotando apenas por encima del horizonte. ¿Vamos hacia allá? Y, en tal caso puede que me quede por una copa.

 

 

Relato publicado por el Río Grande Review, verano 2012 (El Paso, Texas). Versión inglesa publicada el 29 de junio de 2016 por Minor Literatures. 

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