They had slipped past the southern point of
Grenada in the night, and were at last within the
fairy ring of islands, on which nature had
concentrated all her beauty, and man all his sin.
Charles Kingsley, Westward Ho!
¡Don Alonso! ¡Don Alonso! El chillido de la voz del niño revoloteaba por las calles desiertas de la ciudad, rebotando de muro en muro, llenando el vacío con su aguda urgencia. ¡Traición, Don Alonso! ¡Traición!
Alonso Andrea de Ledesma se encontraba cabizbajo, taciturno, perdido en sus pensamientos, sentado en el recibo de su hato, junto a la única ventana que le permitía espiar el Camino de la Marina. Los gritos desaforados del infante apenas lograban penetrar su recinto como un pálido eco, despojados por la distancia de su desespero original. Los cortos pasos de las piernas de cobre de aquel niño atormentaban con su estampida las esquinas de la Plaza Mayor. La carrera cuesta arriba lleva al mestizo, hijo de aquella guarena liberta, a las puertas de la Hacienda de Baruta. La vuelta de la esquina dota de intensidad a las ondas que perturban la solemnidad de la sala de Don Alonso, convirtiendo lo que había sido un rumor en un verdadero barullo. Alarmado y de pie, escucha la noticia: Amyas Preston no ha vuelto a Guaicamacuto a la salida de La Guaira, sino que ha conseguido comprar, con dos rollos de seda y un barril de azúcar, la lealtad de un contrabandista arruinado, que lo viene guiando hacia la ciudad por el antiguo camino de Caraballeda. Don Alonso queda atónito. Garci-González de Silva ha reunido a todos los hombres útiles de la zona y ha acampado un poco más allá de la cima de la Silla, desde donde puede a la vez intimidar con su presencia las huestes del inglés y distinguir cada uno de los movimientos de los seis barcos que forman su flotilla. De ser cierto el informe del pequeño mantuano, Garci-González estará esperando la retirada de las galeras inglesas, mientras Preston —desapercibido— invade el valle de la indefensa ciudad de Santiago. Mandar noticia de la situación no sería más que una inútil formalidad: sólo quedan mujeres y niños en la ciudad; a él le tomaría la mayor parte de las próximas dos horas llegar al campamento. Para entonces el cosaco ya se habría adentrado en los confines de la capital. Inclusive si Garci-González emprendiese su retorno de inmediato, sería difícil interceptar a los invasores antes de que iniciasen su descenso por la meseta de los Caracas.
La sorpresa en la expresión de Don Alonso es reemplazada progresivamente por pesadumbre, primero; después desamparo; hasta cristalizarse finalmente en la mirada impenetrable de la máscara del deber. Reúne a las mujeres y llévalas con sus hijos a la iglesia de Santa Ana. La orden llevaba tono de sentencia. El pavor invadió el alma del pequeño, llenándole los ojos de lágrimas que no se atrevía a desbocar. ¡Anda, deprisa! Don Alonso ya había pasado al interior de su estancia, de manera que su grito llegó huérfano de todo semblante al hijo de india, como si su voz perteneciera ya a un fantasma, o a un mito.
No hay tiempo que perder. Frente al parapeto que sostiene la antigua armadura, la figura del hombre que otrora diera volumen a aquel amasijo de hojalata se vuelve altiva y orgullosa. Uno a uno va recuperando de las redes del tiempo las mallas, las calzadas, los escarpes, las grebas, la coraza, la celada, los guantes, con los que por los últimos cincuenta años ha combatido en el nombre de Dios y de su majestad. La hendidura en el lado izquierdo de la visera queda como testimonio inmemorial de su torpe caída de aquella ebria embarcación que lo trajera a Coro desde Santo Domingo, junto con los demás hombres de Juan Carvajal. Por fortuna, la delgada vaina de su espada se había incrustado entre su sien y su casco (media talla demasiado ancho), arrancándole de un sólo golpe la celada pero dejándole intacta la cabeza y la vida.
La misma fortuna que quince años más tarde lo haría convertirse en héroe tardío durante la captura de la fortaleza del rebelde Lope de Aguirre, quien, después de asesinar a su hija cesó toda resistencia y abrió los portones de su enclave. Por error, las fuerzas reales se habían asentado en la parte lateral de la fortaleza, mandando apenas un par de centinelas a vigilar el resto del entorno de aquel edificio. Don Alonso y su hermano, Tomé, fueron los más sorprendidos, cuando, al entrar por lo que ellos habían asumido era una puerta lateral, se encontraron solos y de frente al revolucionario vasco. En recompensa por su valerosa contribución en tan peligrosa misión, Don Alonso fue promovido al rango de capitán.
Ahora, los huesos oxidados del venerable anciano deben esconder su flaqueza tras el disfraz de demonio que recubre su arrugada piel. Medio siglo de experiencia bélica en el Nuevo Mundo deberá contrarrestar las canas de quien ha vivido ya más de lo estipulado.
Por primera vez en más de veinte años, calza su lanza en el ristre descolorido de su peto. Nota el agujero en medio del golpe, a la altura de las costillas, en el costado izquierdo de sus armas. Los años han teñido de corrosión los bordes de la herida, esculpiendo su cuerpo adoptado con fisuras equivalentes a la queloide crecida sobre las cicatrices de su carne.
El vuelo de aquella flecha atrevida había privado a Diego de Losada del invaluable servicio del Capitán Alonso Andrea de Ledesma, en su incansable tarea de asedio y captura del cacique Guaicaipuro.
Por primera vez en más de veinte años, ciñe su adarga en el antebrazo izquierdo.
La ciudad de Santiago de León recién había sido fundada. Sus habitantes habían exigido la presencia de una figura representativa en la nueva capital de la provincia. La herida de Don Alonso había sido menor pero, a pesar de ello, la infatigable mano que empuñaba su espada había enfrentado ya más de cuarenta inviernos y presenciado otros tantos otoños.
Por primera vez en más de veinte años, esa misma mano vuelve a empuñar aquella vieja espada.
La ocasión era perfecta para que Diego de Losada reemplazara al capitán por sangre de la nueva, que se presentaba tanto, si no más, firme que la vieja por su sed de gloria. Una vez más, la fortuna le había sonreído a Don Alonso, quien, de capitán, había pasado a ser hacendado respetado y exitoso.
Camino al establo, donde lo espera incauto su cansado rocín, Don Alonso, por azar, se tropieza con su propia imagen reflejada en el frutero de plata carente de frutas. Su rostro se encoge, su mirada engulle el momento con rencor y sus labios apretados completan un gesto tan cómico como intimidante que, sin embargo, permanece invisible, escondido entre su nariz y su visera. Don Alonso se despide de su vida con una cálida mirada y emprende la que sabe su última misión.
* * *
Cortando camino a medida que avanzan, los ingleses hacen machetes de sus espadas en pago por su traición. Después de más de dos horas de esfuerzo, la empinada ruta no muestra más esperanza que un verde mar de obstáculos y una miríada de insectos de todos los colores y tamaños. Cuantos osaron penetrar la fortaleza natural con el pecho al aire llevan como prueba de su descaro el rastro de sangre, por delante y por detrás, que les ha propinado el azote vegetal. El espíritu desconfiado de los que se rigen por la perfidia comienza a ceder ante la duda y Villalpando, el infame guía, recibe los primeros abusos, consecuencia de la frustración. Falta poco. No desesperen. Dos colinas, tres curvas, media hora. La voz del judas se quiebra; el temor lo abruma; la visión se le enturbia; las rodillas le tiemblan; cada paso se le hace más pesado. Un golpe violento en la parte baja de la nuca lo desploma. El esfuerzo por levantarse es monumental. La bota sucia de un corsario devuelve su cara al fango. La aislada carcajada inicial se convierte en risa colectiva. Ni toda el azúcar del mundo, ni un barco lleno de la mejor seda de oriente, valen esta tortura.
En lo alto, la vereda se ensancha un tanto. Gracias, Dios. El clamor emocionado de los invasores ingleses es reemplazado inmediatamente por la sorpresa, al encontrar la figura triste de un guardián solitario. Su aspecto, anticuado e indefenso, contrasta con su actitud desafiante. La valentía —por demás estúpida— del guerrero le merece la vida. Take him alive. Sólo seis de los diez piratas destinados a tal labor logran reincorporarse a las tropas de Preston, tras fallar en su intento por apresar al enemigo. Si algo de coraje se esconde, canalla, tras el emblema que muestra en tu barco lo que de tu despreciable ser quedará después del día de hoy, entonces rétote a jugarte el paso a la ciudad en duelo a muerte conmigo. Villalpando reconoce la voz del patriarca de Ledesma y, desarmado, cae al suelo entre llantos y lamentos que pretenden, en un instante de lucidez, recuperar el favor de una gente sentenciada. El horizonte ya no se refugia en la densa vegetación del monte, sino que dibuja la rica silueta de la ciudad, en la que resaltan las torres de las dos ermitas y de la única iglesia. Después de varias horas de obstinada determinación, la visión de aquel botín metropolitano es un aliciente más para acabar de un balazo con tan insignificante demora. ‘Sooth! I swear mine eyes ne’er yet beheld such extraordinary combination of gentility and folly in one man alone. No man shoot until I speak the word! Preston se acerca al jinete con ahínco. Don Alonso desmonta. En medio de una enmarañada selva tropical, un marinero inglés de piel tostada y labios carcomidos se reparte espadazos con un caballero de porte medieval y destino fatídico. La adarga superó el desafío del tiempo, deteniendo sin ceder los ataques del adversario; el esqueleto de metal también cumplió su función, protegiendo al abuelo de ciertos golpes menores; en fin, parecía que el soldado español hubiese coleccionado algunas vidas a lo largo de los años y las hubiese depositado todas en las ataduras de su armadura. Más de veinte minutos de batalla, bajo el sol inclemente de finales de mayo, hacían de la lucha una parodia que perdía dinamismo a medida que se hacía menos dispareja. La triste faena llegó a su fin con el seco trueno de la pistola de uno de los espectadores, quien, desesperado de la vergüenza, optó por la desobediencia.
El impacto de la esfera de acero en la pechera de hierro del español resonó aún más que el propio disparo. Don Alonso de Ledesma cae vencido, sin ningún decoro. Su cuerpo se desmorona sobre el suelo de la montaña con un estruendoso crujido. Luego, todo es silencio. La mirada furtiva de Preston alterna entre la figura informe de la víctima y la delatora mano de humo del soldado culpable. El mundo permanece a la expectativa por algunos segundos; pasados éstos, Preston recupera la compostura. Se acerca con pasos tímidos al cadáver de su contrincante. Con un movimiento lento y delicado, hinca la rodilla y toma la celada de Don Alonso con ambas manos, la pasa por encima de su cabeza inerte, le desnuda el rostro. Me hace una injusticia al juzgarme de pirata, valeroso caballero. No es otra que mi reina y señora, Doña Isabel, quien acumula gloria y fortuna por mis hazañas. Los ojos claros del viejo aún muestran rastros de vida. Las barbas blancas del héroe caído hinchan el corazón del capitán inglés. Ya lo ve, admirable guerrero, su gestión y la mía son, al fin y al cabo, fundamentalmente iguales. La respuesta de Don Alonso vino en forma de un buche de sangre que quiso escupir en el rostro del enemigo pero que no llegó a escapar de las comisuras de sus propios labios. Espada en mano, Preston se dispone a buscar su honor perdido en el rincón más lejano de su batallón. Thou art not worthy of his life. El brazo de Preston recupera su firmeza y separa, limpiamente y de un solo golpe, el cráneo de Villalpando del resto de su cuerpo. En marcado contraste con el colapso de Don Alonso, la caída del villano no disturbó el silencio reinante. Preston reunió a sus secuaces e inició el libre descenso hacia Santiago de León de Caracas, sin advertir que su paso seguía metro a metro el delicado trazo de sangre fresca que la cabeza de Villalpando había rociado en su ininterrumpida rodada cuesta abajo.
La desolada ciudad sirvió de huésped para la iracunda ferocidad de los invasores anglos. Desde los montes de Chacao hasta la Plaza Mayor, los maliciosos malhechores arrasaron con todo a su paso. Las haciendas, los establos, las cosechas, todo lo que estuviese en pie fue saqueado primero, quemado después. Con cada hora que transcurría, aumentaba la frustración de Preston. Los alcaldes prácticamente no habían tenido tiempo de poner a salvo los tesoros de la ciudad. Sin embargo, los treinta mil ducados que se habían exigido como tributo el día anterior, en las puertas de La Guaira, comenzaban a tomar la forma de un lujo inalcanzable. La esperanza de que el botín se hiciese mayor a medida que se acercasen al centro de la ciudad parecía haber sido vana. Las ermitas de San Mauricio y San Sebastián apenas si tenían en su interior pertenencias de algún tipo de valor. La entrada de la Iglesia de Santa Ana estaba sellada. Set fire to the impious temple of the Papists! En cuestión de minutos las puertas se abrieron de par en par, dejando en libertad a una algarabía de niños y mujeres de todos los colores que buscaban refugio desesperadamente, sin encontrar otra cosa que hogueras descarriadas y mercenarios sin moral.
* * *
La impaciencia crece en el campamento de Garci-González. Hace ya varias horas que no hay señal de las tropas inglesas y, aunque se ve cierto movimiento entre algunos de los barcos que forman el contingente del Capitán Preston, la partida de la pequeña flota no parece inminente. Es don Francisco Rebolledo, segundo alcalde de la ciudad, el primero en notar la delgada línea de humo negro que se alza por encima de la montaña, tras ellos. Su reacción inmediata es consultar la situación con Garci-González. Éste no tiene la menor duda de lo que significa aquella humareda. Demasiados años de guerra le han enseñado al primer alcalde que no vale la pena engañar a la razón con sentimentalismos. Sabe que al regresar, encontrarán la ciudad de Santiago destruida. ¡De vuelta a la ciudad! El rencor adiestrado se puede palpar en su voz. Mientras los hombres recogen sus armas, Garci-González despide órdenes desahuciadas. Sin retraso alguno, llegue a la provincia de Coro e infórmeles lo que les espera. Mande noticias a Cartagena lo antes posible. No, ya refuerzos para nosotros no. Para Coro. La mirada de Garci-González se pierde en el humo, cada vez más oscuro, cada vez más denso, que se desprende de la ciudad. Sus ojos brillan con el fulgor que sólo puede propinar el más puro odio, aquel que popularmente se asocia con una posesión diabólica. Lo sufrido por el cuerpo de aquel cacique mariche quedará en el recuerdo como un voto a la misericordia, comparado con lo que le devendrá a este cosaco inglés cuando lo tenga en mis manos. A pesar de que había transcurrido casi un cuarto de siglo, el recuerdo y la leyenda de los alaridos de lamento que acompañaron a Tamanaco en su último combate aún se filtraban por las fracturas de las faldas del Guaraira-Repano, navegaban por las quebradas que atravesaban el valle, retumbaban en la neblina impenetrable que se alzaba día a día, reafirmando en los habitantes de la ciudad aquel misterioso temor que se siente por el enemigo vencido pero respetado.
Apenas días después de encontrar su bohío destrozado y de ver su ejército indígena reducido a la nada por una nueva expedición de blancos, Tamanaco había sido obligado a disputarse la vida en duelo, mandíbula a mandíbula, con “Amigo”, uno de los perros de caza de Garci-González. El habitual ataca abalanzó a Amigo por los aires, aterrizando de garras, y con el hocico abierto, sobre la nariz del indio. Tamanaco, preparado, interpuso su robusta mano entre su rostro y los afilados dientes del animal. Una cuarta de indio del siglo XVI no abarca la mordida de un perro de presa. Tamanaco no necesitó ningún tipo de cálculo para percatarse de ello. Mientras sujetaba la mandíbula superior del animal con sus dedos pulgar y meñique, incrustaba los tres dedos medios de su mano izquierda en las fosas nasales de Amigo, apretaba desde el intestino delgado el pequeño resto de rabo del perro con las uñas de su mano derecha, y atestaba un desesperado mordisco en el cuello torcido de la bestia. El ardor de los caninos del hombre en su yugular desató en el can una furia mortal. El golpe seco de sus colmillos, al juntarse, privó instantáneamente a Tamanaco de dos dedos; el instintivo aleteo de la columna del perro fue demasiado brusco para la única mano intacta del ser humano. El aroma de la sangre intoxicaba al animal más allá de la conciencia del dolor, más allá del instinto vital. Tamanaco quedó de pie, con un puñado de pelos en su mano derecha y un trozo de carne viva prendiendo de su boca. Su ataque había fallado por menos de dos centímetros, rozando la vena del perro (que ahora enloquecía con una furia irreprimible) con el marfil de su dentadura, sin lograr desgarrarla. Sus ojos, resignados, reconocieron el color de la muerte en el gesto atolondrado de la bestia, en su gemido criminal. Como en un intento por regenerar la carne de sus heridas a través de su estómago, Amigo devoró, desprendiendo aullidos de lamento, hasta los cartílagos del corajudo cacique, antes de ser sacrificado por los soldados españoles. Fueron esos los únicos aullidos que se escucharon durante todo el duelo; eran precisamente esos los aullidos que llenaban de estupor la conciencia de los caraqueños.
Sin embargo, esta vez había una amenaza más urgente, un temor más palpable, que llegaba a estos hombres a través del olor a piel quemada, a cabello chamuscado. El regreso a la ciudad fue rápido y desbocado. El orden de las tropas se perdía a medida que la humareda se hacía más densa, el perfume de muerte más intenso. Cuando en el horizonte, más allá de la cortina de humo, se logró divisar el catálogo de destrucción, la caminata se convirtió en carrera. Uno a uno, los hombres fueron reconociendo sus haciendas, sus barrios, sus calles, sus hogares en llamas. Uno a uno, se fueron desprendiendo los miembros de la resistencia criolla en socorro tardío y fútil de lo suyo y de los suyos. Cuando Garci-González y Rebolledo llegaron al Ayuntamiento, venían ya solos y desarmados.
Allí encontraron instalado a Amyas Preston. La próxima vez que se le exija tributo, Don González, apréstese a pagarlo sin demora. Lo que quedaba de la Plaza Mayor estaba poblada por ingleses indulgentes y mujeres abusadas. En medio de tanta miseria Garci-González ya ni escuchaba las palabras del tirano. En la cima de su montaña encontrará los cadáveres de dos ciudadanos: el más valeroso anciano y la más cobarde escoria que jamás haya conocido en mi vida. La respuesta de Garci-González fue un chasquido y un potente escupitajo que aterrizó a dos metros de Preston. El inglés le perdonó el gesto y lo dejó con vida.
La tarde caía en un espectacular carnaval de colores que parecía emular los diversos rojos, azules, amarillos del majestuoso incendio. Mientras Preston reorganizaba a sus hombres y cargaba con su modesto botín, Garci-González permanecía de pie, siguiendo con ojos inclementes cada movimiento del inglés, mordiendo en silencio su labio inferior, cerrando ambos puños con la furia impotente de un soldado derrotado. La retirada de Preston fue por la amplia vía de La Guaira. Su voraz apetito no se había visto satisfecho con la toma de Santiago, así que a medida que avanzaba hacia la costa dejaba tras de sí un rastro de fuego y ceniza insaciable. Dos horas más tarde, desde lo más alto de la montaña, se podían divisar las seis velas que, salidas del puerto de Guaicamacuto, apuntaban sus proas hacia occidente, en busca de un nuevo saqueo. Nadie en Caracas las notó. Garci-González comandaba ya las primeras labores de contabilidad de pérdidas, cuando un mensajero, venido de la Provincia de Cumaná, le quiso advertir del peligro de invasión por parte de una flotilla de piratas ingleses que había devastado la Península de Paria. El horror en los ojos del mensajero contrastaba con la sonrisa irónica que dibujó una expresión desajustada en el semblante del alcalde, a sabiendas de lo que sucedería en Coro algunos días más tarde.
Publicado el 31 de diciembre de 2015 en el número dedicado a “Sujetos y subjetividades en el Caribe hispano” de la revista Mitologías hoy (Vol 12) de la Universidad Autónoma de Barcelona.